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Los ancestrales sabores de la cocina étnica

Por María del Carmen Castillo Cisneros

“El amor entra por el estómago” o “barriga llena, corazón contento”, son dichos bastante conocidos y que a mí por supuesto se me antojan muy ciertos.

Hace una década viví en un pequeño poblado oaxaqueño que hace frontera con el estado de Guerrero. Una comunidad que se encuentra camino a la Costa Chica que comparten ambos estados.

Vivir en territorio tacuate era una posibilidad que pronto se vio hecha realidad cuando alquilé un cuarto frente a la iglesia del pueblo y me instalé con una mochila, un catre, una mesa, una parrilla de barro y un guacal, dispuesta a comenzar mi quehacer antropológico.

Rodeada de gente nueva caminé calles y veredas que se volvieron mi diario transitar. Uno a uno fui conociendo a sus habitantes, también uno a uno sus rincones hasta llegar a varias rancherías y pequeños asentamientos de la zona. Vivir un año en esta comunidad me permitió no solamente realizar la investigación de lo que conformaría una tesis, sino adentrarme en una de las experiencias más fascinantes de mi vida.

 Además de practicar la etnografía, y aprender un incipiente mixteco, me hice fotógrafa de bodas, casas en construcción y ganado, presté ayuda en el registro civil, fui ayudante de cocina en una fonda, sembré y coseché la milpa, subí árboles para bajar mangos y ciruelas, aprendí a bordar, a bailar chilenas, a hacer tamales y fui madrina de dos niñas que ahora tienen la edad que yo tenía en aquellos días.

Me hice fotógrafa de bodas, presté ayuda en el registro civil, fui ayudante de cocina en una fonda

Fue un año que me regaló la vida para experimentar un contexto diferente, enfrentarme a otro tipo de vida, descubrir e integrarme a una cultura ajena que logró atravesarme completa. Y, como buena golosa y curiosa culinaria, la experiencia también tocó mi paladar.

Internarse en una sociedad distinta a la propia implica también un encuentro con sus usos culinarios, una primera vez de sabores haciendo contacto con el ser.

Es así que poco a poco esas tierras cuasi costeñas hicieron crecer la lista de primeros encuentros culinarios en mi vida que quedan registrados en este caprichoso paladar capaz de evocar recuerdos a partir de los sabores en él impresos. Para mí, hay alimentos que, con sólo pronunciar su nombre, desatan un sin fin de sentimientos asociados a un tiempo-espacio, porque dicho sea de paso, comer es una experiencia muy emocional y la comida es un lenguaje por medio del cual se establecen fuertes relaciones sociales.

Fue entonces que los pobladores de Zacatepec me compartieron una cocina vernácula llena de sabores inéditos que ahora puedo distinguir. Ahí comí mis primeros tamales de chileajo, una de las tantas modalidades de tamales que circulan por territorio mesoamericano, donde la carne colocada en crudo sobre la masa se cuece al unísono con una salsa de chile costeño y ajo. Probé también tamales de tichinda (el mejillón costeño) hechos con masa, salsa y tichindas con todo y concha, listas para chuparse y abrirse saboreando al mismo tiempo resabios de la tierra y del mar.

Probé también tamales de tichinda (el mejillón costeño) hechos con masa, salsa y tichindas con todo y concha

Para las fiestas nunca faltó la barbacoa, acompañada siempre de la tradicional masita, salsa verde con aguacate y frijoles. La masita es un revoltijo de maíz quebrajado mezclado con el jugo de la barbacoa, chile molido y cocida a fuego lento sin dejar de mover. De consistencia espesa, la masita tiene un sabor peculiar que atrapa desde la primera prueba sin saber bien a bien si lo que se come son retazos de algún animal hecho puré o maíz apachurrado con sabor a animalito.

A las chicatanas se les quitan las alas, las patas y la cabeza para preparar una deliciosa salsa. // Foto: Deni Álvarez (@deniletus)

A las chicatanas se les quitan las alas, las patas y la cabeza para preparar una deliciosa salsa. // Foto: Deni Álvarez (@deniletus)

En esas tierras también comí mis primeras chicatanas, hormigas culonas, que regordetas y crujientes truenan en el interior de la boca cual palomitas caramelizadas. La mesoamericana es sin duda una cultura que contempla en su cocina una tradición entomofágica (comer insectos, arácnidos o artrópodos) y los tacuates año con año esperan cautelosos el primer porrazo de lluvia para disfrutar este manjar.

Éstas salen de sus hormigueros junto con las hormigas arrieras, que pican y muerden. Las chicatanas buscan la luz y revolotean alrededor de faros y focos perdiendo sus alas. Recuerdo ver a niños con bolsas de plástico en los pies, brincando charcos, o señores caminando con los pies metidos en cubetas de agua para evitar picaduras y poder atrapar a sus presas.

En esas tierras también comí mis primeras chicatanas, hormigas culonas, regordetas y crujientes

La madrugada que salen las chicatanas muchas personas no duermen, pasan la noche en vela esperando el momento en que éstas abandonen el nido para atraparlas y después asarlas en un comal dando paso al festín protéico que se despliega con su ingesta. También se suele hacer una salsa en molcajete, martajando las pancitas carnosas junto con chile asado, ajo y agua. Con esta salsa se bañan tortillas fritas y dobladas a modo de enchiladas. El sabor es único, parecido a nada, penetrante, poco amargo, picoso y divertido.

Nunca imaginé comer hormigas, pero las chicatanas conquistaron mi estómago desde el primer momento y la imagen de niños inquietos que lúdicamente participan en la recolección familiar de este insecto tan preciado en la costa oaxaqueña forma parte de una tradición culinaria que pone de manifiesto la diversidad alimenticia de nuestro país.

Las idas al río también tuvieron un cauce alimentario; siempre acompañadas de la búsqueda de endocos (langostinos de río) que después se freían ahí mismo, en fogatas improvisadas a medio monte. Si la pesca era fallida comíamos un “caldito pobre”, preparado con algunos jitomates, ajo, cebollas, agua de río y una pequeña chachalaca cazada. Esas comidas a orilla del río sabían a gloria, siempre aderezadas con risas, niños chacoteando y el crujido de totopos de maíz nuevo cocidos lentamente en los comales familiares y que todo tacuate carga en su atado para el almuerzo en el rancho o monte.

Fue también en esos suelos que tuve por primera vez en mis manos los cuajinicuiles, indescriptibles y mágicos frutos blancos, pulposos y aterciopelados que se alojan al interior de una larga vaina verde y deleitan con su dulzura.

Todos estos alimentos conviven en diferentes temporadas del año y para distintas ocasiones bajo un sol siempre penetrante. Las mismas cocinas, las mismas mesas y la misma gente, comparten guisos y alimentos regionales con pizzas estilo New Jersey, chicken wings y hamburguesas preparadas por los tantos emigrantes que han vuelto al pueblo y enseñan a sus paisanos las experiencias culinarias aprendidas en “el norte”.

Mi barriga, bajo un huipil bordado de animalitos, siempre estuvo llena

En este pueblo la interculturalidad se vive y los intercambios gastronómicos también suceden. Gracias a mis marés (comadres), a Picha, Vina, Ofelia, Cata, Petra, Chole, Rosa y Dora, mi barriga, bajo un huipil bordado de animalitos, siempre estuvo llena y por ende hinchado de felicidad estuvo mi corazón. Cada vez que vuelvo, estas mujeres como madres consentidoras me reciben con ricas viandas, que bajo el calor sofocante y la puesta al tanto de lo ocurrido en mi ausencia logran que, rápidamente, me sienta de nuevo en casa.