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El sabor de la memoria

Por Animal Gourmet

Justo adelante del Nevado de Toluca, apenas comienza un bosque más cerrado, comíamos tacos de requesón con aguacate en tortilla azul y, mi favorito de siempre, taco de arroz rojo con huevo duro. Como quien hace una fiesta, hacíamos tamales de camarón que nos obligaba a amasar, picar y envolver toda una tarde escuchando historias de los brujos de Pinotepa Nacional

Sentada en el antecomedor, tengo muy tempranos recuerdos preparando aspic con mi abuela. Me llamaba la atención la transformación de líquido a gelatinoso y me divertía, ya cuajado, cuando llegaba la hora de cortalo en cubitos pequeñitos y uniformes. Todo ello muchísimos años antes de saber qué significaba un brunoise y por qué un aspic podía acompañar bien un foie.

Hago un ejercicio para conocer, si no el origen, los primeros recuerdos que tengo de mi relación con la comida. Pienso en la mente de una niña que escuchaba las historias familiares de la peculiar introducción a territorio nacional de enormes círculos de brie que comíamos con mucho pan. Pienso también en esos primeros sabores que te tocan, que te marcan. En la costa de Nayarit, la hueva de lisa tatemada; en las afueras de Londres, la búsqueda permanente por el mejor curry; ese sabor aterciopelado de la miel de los amigos en la zona de Temascaltepec; la pimienta y los pimenteros; y, ahora lo sé, en la transición de niña a mujer, unos tacos en Taxqueña y una cafetera italiana de espresso.

¿Mi primer vínculo con la cocina? Quizá mi colección de tazas y teteras miniatura que acomodaditas lucían en pequeñas vitrinas de vidrio de pepita y que tradicionalmente utilizaba para, llenas de apenas gotitas de té con leche, acompañar los sandwiches de pepino y nuez al verdadero estilo inglés. No había cumplido 5 años.

Los momentos de comer, aprender y cocinar, desde niña los asocio con paciencia y conversación

Los momentos de comer, aprender y cocinar, desde niña los asocio con paciencia y conversación. Palotear tortillas de harina toda una tarde esperando, ya hacia la nochecita, comerme la primera que saliera del comal.  Observar, casi cronometrando, los minutos que por cada lado tenía que sellarse un filete en esa pesadíma plancha de acero llena de historia y buen sazón, de esas que luego se sustituyeron por el aburrido teflón. Historias viejísimas.

 Y en esta memoria las imágenes juegan un papel fundamental. La increíble estética de un arroz con hoja de plata, lo relevante que me resulta hoy una mesa bien puesta, y la obsesión, que debo a mi madre, por las ollas, los platos, los platones, de cerámica, de porcelana, de talavera, de barro o de madera. Todos los quiero tener.

Las horas que pasé de niña en una cocina han de haber sido casi equivalentes a las que anduve en bicicleta

¿Y el amor por cocinar se transmite de generación en generación? ¿Será un oficio que nace independientemente de lo que has visto, vivido y comido? Quizá es una mezcla de ambos. Hoy hago cálculos y creo que las horas que pasé de niña en una cocina viendo y entendiendo sabores y aromas han de haber sido casi equivalentes a las que anduve en bicicleta, tomando en cuenta que mis muñecas, ante la repetida sugerencia y petición de irme a jugar un rato con ellas, siempre, toda la vida, estuvieron dormidas.