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Historia culinaria de España: El vino del peregrinaje (Parte 2)

Por Animal Gourmet

Los monjes descalzos pisaban las uvas y generaban un mosto anticipado que ayudaría a la fermentación  del resto de la cosecha. Del jugo ligero que brotaba de las uvas, a los pocos días se transformaba en un mosto denso con mayor cuerpo. Era el momento exacto para agregar la fruta de las viñas del terreno bajo, aquél que se encharcaba durante los chubascos del cálido verano, y en donde las uvas presentaban un fino velo de moho que casi las cubría por completo.

De esta manera, el caldo amargo adquiría acidez y frutosidad, pues la tierra humedecida durante gran parte de la estación estival, absorbía los aromas presentes en todo el viñedo. Por ello los monjes gustaban de tener árboles de ciruelos y cerezas. Y zarzales de moras rojas y negras que cubrían las paredes sus claustros conventuales. Cada nota frutal del vino recordaba a los cosecheros el terruño que pacientemente cultivaban.

Con el paso de los días el vino se bastoneaba. El prior del convento, empuñando el báculo de pastor de almas, de hermanos de orden y también emblema de los peregrinos a Compostela, se encargaba de remover el líquido de la prensa. Encaminaba a los taninos que habían quedado en la superficie del mosto hacia  las profundidades de la acidez. Convenía a las notas frutales a emerger hacia el sombrero, o parte superior, del vino. La impronta del religioso, el ritmo de los movimientos de su bastón y sus propios pensamientos quedaban impregnados en el líquido cada vez más rojo.

Al cabo de una semana, a pocos días de que los monjes iniciaran el ayuno por la Natividad de Cristo, el vino se trasegueaba y pasaba a los toneles roble blanco. Iniciaba entoces la crianza, la maduración del caldo para transformarse en vino durante el siguiente año. Para los monjes era la oportunidad de presenciar el misterio de la transubstanciación. Pues Dios tomaba en sus manos ese líquido fermentado, astringente y rústico, embriagante y disoluto, y lo llenaba de su espiritu; de su bondad y de su omnipresencia. Y en el misterioso secreto del interior  de la barrica lo entregaba como la sangre de su hijo, al que había sacrificado para redimir a la humanidad.

La dieta monacal incluía todos los días un vaso de su vino y un trozo de buen pan. Era su premio divino por mantener el cultivo  de las viñas. Solo los días de ayuno se privaban de ello. En su refrectorio o comedor, al término de la lectura en voz alta de los Evangelios con la que acompañaban sus comidas, la austera sobremesa era el breve espacio para charlar de los aspectos más cotidianos dentro de su vida contemplativa.

Hablaban del temor a que el invierno fuera muy duro ese año. Uno de ellos recomendaba reparar las paredes del flanco norte del convento, que se estaban cayendo; mientras que el encargado del establo relataba con entusiasmo que habían parido tres nuevas reses. Con los últimos sorbos del vaso de vino, olfateando los residuos del preciado líquido, los encargados del viñedo comenzaban a evocar el amable clima del verano, cuando  los sarmientos se cargaban de diminutas uvas. Y entonces recordaban el espectáculo de la naturaleza de esos días calurosos.

Comenzaban por describir las frutas rojas que cargaban a los árboles que protegían del viento excesivo a las vides. Eran cerezos, que habían florecido meses atrás y cuyo aroma  era intenso y amable. También recordaban el sabor dulce y ácido a la vez, de las  zarzas y bayas que habían recolectado en el bosque para hacer una compota para las navidades. Y entonces aparecían  en su recuerdo los aromas intangibles, el olor de la tierra mojada cuando comenzaba a llover, que se evanecía poco a poco hasta desaparecer por completo en el ambiente. Finalmente, aparecía el sabor a ciruelas  maduras y secadas al sol que habrían de comer durante el invierno. Extasiados, embriagados por ese pequeño recorrido mental a través del terruño, los monjes se retiraban a sus celdas para estudiar las cartas de San Pablo o las confesiones de San Agustín.

Muchas de estas técnicas de cultivo y vinificación, se fueron desarrollando en la provincia francesa de Borgoña por monjes del monasterio de Saint Vivant, inspirados por la religiosidad de los monjes españoles custodios del camino de Santiago. Pero con sus particularidades, a falta de montañas que resguardaran la vid de los extremos climáticos, los monjes borgoñones cerraban sus viñedos con muros cuyo interior llamaban clos.

Así como en los reinos hispanos se cultivaba la tempranillo, en Borgoña encontraron su propia uva llamada Pinot noir para elaborar sus vinos llenos del significado espiritual que habían aprendido caminando por la ruta jacobea.

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*Rodrigo Llanes es chef de El Jolgorio e historiador por la Universidad Nacional Autónoma de México.