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Oda a un excéntrico sibarita

Por Animal Gourmet

Un exquisito por nacimiento. No solo gustaba de llamar la atención usando pantalones de esos de colores que -aunque me gustan- son para flacos, surfistas o jugadores de polo. Su exquisitez era pariente de lo sibarita y siempre, siempre supo comer muy bien.

Tengo viejísimos recuerdos de él rogándome probar unas arepas con morcilla durante un viaje en carretero cerca del Río Magdalena. Él me enseñó a preparar el ‘perico’, aquella salsa colombiana similar a nuestro pico de gallo —aunque más delicada— y con ella servir patacones. También recuerdo muy bien poniendo enjundia y sonrisas —como en muchas de las cosas que hacía— a preparados de hierbas, cebollas y ajos que se convertían en sofritos de salsas, sopas o guisos. Solía preparar aceites aromatizados y nunca le importó alguna vecina hormiga dentro del frasco; se trataba de sabor, no de nimiedades.

Hace muchísimos años me invitó en París a un restaurante a comer ancas de rana y fue quizá ahí donde nos dimos cuenta que el vínculo de la comida nos unía. Animado cocinaba algunas tardes en Coyoacán o mañanas en Santiago Tepetlapa y, desesperado, buscaba comensales valientes a probar sus proezas, algo que no resultaba fácil. ¿Quién, en su sano juicio, guarda un hueso de jamón por meses y luego hace con él una sopa que asegura es buena para sentar el estómago? Los que cocinamos sabemos los poderes mágicos de los huesos sobre los fondos pero ¿meses?, ¿envuelto en hoja de plátano como si tuviese propiedades refrigerantes?

Anoche lo pensaba sentado con su mandil en la mecedora del cuarto de La Chiripa, dispuesto a degustar una cena que casi siempre constaba de la preparación con las sobras de días anteriores, huesos recolectados en restaurantes y aceites y chiles de dudosa procedencia. Siempre le gustó la cerveza, servida con mucha espuma, y hoy creo que esa quizá sí es una de las herencias que recibí de él —como lo es el gusto por las maquinitas que pican, cortan o trituran— y por las palas de madera para cocinar, delgadas, con mango largo y fino.

Siempre se sentó en la cabecera de la mesa. Desde ahí disfrutaba conversaciones en un comedor que siempre ha abrazado a amigos y familia y en el que siempre tendrá una presencia en el aire.

“Mira Vale, yo nunca he desayunado fuerte, prefiero un café” —decía, sin darse cuenta que todos lo veíamos devorarse quizá no a las 8:00 pero si a las 11:00 una torta del filete de anoche, con pesto, queso Cambozola y un poco de jamón frito en la grasa del prosciutto de anoche—.

Hoy pienso —y sonrío— en aquellos días de estudio en Francia, con jornadas de 10 horas en una cocina que iniciaban con una solicitud: “no olvides traerme las cáscaras, los huesos del pato, acuérdate que la grasa vale todo” y yo –como a muchas cosas que él hacía— no daba crédito. Comía de una manera única, no solo en cantidad sino en forma. Disfrutaba enormemente de colocar la rebanada de queso cobre el pan, y sobre ello poner quizá mermelada, quizá salsa del cerdo con ciruela, mostaza o hasta un pedacito de lechuga y una alcaparra.

Yo me consideraba una de las personas que más número de ostras podía comer, pero Rodrigo siempre me superó. Se le metían temas a a cabeza; de repente las terrinas, en ocasiones los geles —malísima época—, otras veces la hueva de pescado y otras el mezcal.

Además, cada ingrediente tenía con él necesariamente un vínculo con otros temas: con la Conquista, con la Nao de China o con Gabo. No he conocido a nadie que le saque más jugo a la cabeza de un langostino, que disfrute verdaderamente las gruesas costras de carbón sobre un corte y, desde luego, a nadie que insistiese en llamarle ají o picante a la ‘salsirosa’, la salsa de toda la vida de casa de mi madre, después de más de dos décadas de vivir en México.

Siempre supo comprar muy buena carne y muy mal vino. No lo recuerdo hacer un taco con destreza pero sí limpiar con la tortilla el plato de mole encacahuatado. Recuerdos todos que se quedan entre nosotros.

Supe que hace sólo unos días compró un cachivache en La Lagunilla. Me pregunto qué habrá sido y las posibilidades son infinitas: ¿Un trastecito para hervir huevos?, ¿un cuenco de madera para poner sal? Me quedo con la duda, como me quedo con los recuerdos de su cocina, con los libros de ingredientes que me regaló y con su insistencia de agregar albahaca a toda preparación.

Me quedo con una imagen que comparten los que estuvimos cerca de Rodrigo en una mesa, comiendo, conversando y en carcajada. Te vamos a extrañar.