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El samurai que mató a la fusión

Por Animal Gourmet

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La comida japonesa tiene su sota, caballo y rey marcados sin piedad en los paladares españoles. Sushi, yakitori, udon y «no me siga diciendo usted, camarero, que me lío». Ocurre que, además, muchos de esos platos llegan aquí pasados por el filtro occidental que dan los kilómetros de distancia y el mestizaje cultural.

La cocina de fusión también hizo sus deberes cogiendo algo de allí, algo de aquí y ofreciendo versiones que, en algunos casos, son afortunadas y, en los peores, merecen ser pasadas por la justicia del acero.

Sin embargo, el camino que ha escogido Borja Gracia para hacer llegar los sabores japoneses a Madrid es el que él considera más purista. Afirma que ha tratado de huir de las influencias que han ido construyendo su conocimiento —ha vivido en Madrid, Londres, Nueva York y Tokio— en la última década.

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Aunque su dedicación profesional a los fogones es relativamente reciente, Gracia lleva cocinando desde los siete años. Mientras otros niños trasteaban con el Quimicefa, él jugaba en la cocina de casa. «Con 12 o 13 años ya hacía cenas especiales con platos relativamente elaborados. Era adicto a los programas de cocina. Lo veía como un juego. La cocina me ha resultado como la alquimia», explica.

Sin embargo, cuando llegó la hora de elegir carrera universitaria miró hacia «algo que potenciase la creatividad pero que no me alejase de la empresa. Encontré la publicidad». Tras eso vino Comunicación Audiovisual. «Lo odié. Ese fue el principal impulso para salir de España y viajar a América. Me gustaba el cine, y en España no toqué una cámara en los cuatro primeros años de carrera», lamenta.

Borja Gracia le sacó mucho provecho al golpe. Pudo conseguir una beca para estudiar cine en Nueva York, terminó la carrera, comenzó a trabajar en publicidad y, de paso, la ciudad estadounidense cambió por completo su vida y le mostró el camino que había bajo sus pies. Todo beneficio, oiga.

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«Todos mis hobbies tenían alguna relación con Japón. Era algo que me fascinaba, pero en España solo conocía una parte superficial de esa cultura», explica el chef. Observó con alegría que, en Nueva York, la cultura japonesa tiene una penetración mucho mayor. Se inscribió en la mayor asociación de cultura japonesa de América, la New York Japan Society, y su manera de percibir la vida dio un giro radical. «Tenía contacto diario con japoneses y empecé a hablar más el idioma, que es algo que te ayuda a comprender todo mejor. Además, te toman más en serio, se abren más a ti».

La New York Japan Society; las calles neoyorquinas de algunos barrios, completamente invadidas por migrantes japoneses; lugares como el gran mercado japonés de New Jersey Mitsua Marketplace o meses viviendo en Japón a causa de su trabajo terminaron de incubar al Borja Gracia japonés.

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Con la publicidad, el cine y la cultura japonesa —cocina incluida— en la mochila, Borja Gracia se fue a Londres a estudiar un máster y a darse cuenta de que Europa también estaba cambiando. «Empecé a ver negocios y vi que no solo había los típicos restaurantes japoneses. También había izakayas, sitios de ramen, deudon… En España no se ve esto. Me vine a Madrid con la intención de mostrar una cara diferente de Japón».

El chef ejecutivo se hizo un proyecto para presentar a inversores, se acompañó de un colega japonés y comenzó a llamar a puertas. «Di con Dimitris Bountolos y Jesús Muñoz que han aportado contactos, capital y experiencia hostelera, porque necesitas que te digan “yo he hecho esto y me la he pegado”».

Bagaje de serie aparte, hubo un año de investigación exhaustiva para crear el concepto de Hattori Hanzo. Emuló en su diseño a las clásicas izakayas japonesas. Gracia se presentaba ante los arquitectos de interiores cargado con una tonelada de fotos tomadas directamente de las niponas. «Lo quiero así», les decía. Construyó una carta sin mestizajes, contrató a personal japonés para que los clientes pudieran ser atendidos en este idioma si así lo requerían y abrió sus puertas en 2014.

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Para Borja Gracia, lo de emprender la aventura era casi una cuestión de principios. «Cuando veía a los jóvenes protestando en el 15M, pensaba que seguramente se conseguiría algo, pero que la forma más rápida era moverse, buscar un nicho de mercado y crear algo que realmente consiga crear empleo. Tengo 22 personas en menos de un año. Para mí eso es un gran éxito», cuenta.

Lo que toca ahora es pasar a los postres. Literalmente. Hattori Hanzo ha creado la primera pastelería japonesa en Madrid, la ha bautizado como Panda, y es ahí donde Borja Gracia baja el frenético tempo con el que maneja su vida hasta plantarse en la parsimonia que requiere construir cada postre, cada dulce, con sus propias manos. El publicista, cineasta de formación, empresario y chef se pone el traje de maker y comienza con una liturgia que transforma totalmente su propia percepción del tiempo.

La tradicional ceremonia del té japonesa se prolonga durante cuatro horas. El tiempo se diluye. La atención por los detalles y la compleja sencillez de cada paso dotan al proceso de una riqueza que se basa en conceptos como la armonía (和wa), el respeto (敬kei), la pureza (清 sei) y la tranquilidad (寂 jaku). Algo de ese ceremonial hay en el trabajo del chef con sus dulces.

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Cuando Gracia emplata sus pasteles, el tiempo se detiene en una cocina en constante ebullición. Cada elemento tiene su lugar y su sentido y las propuestas, quizás con más rotundidad aún que en el resto de aspectos de la gastronomía japonesa, atacan con feroz sutileza al sentido de la vista de quien se para a observar.

Esta es la opción vespertina de la izakaya madrileña y para llegar hasta aquí, el creador del proyecto explica que llevan «seis meses probando cosas y dos meses más creando platos a toda máquina antes de abrir la pastelería. Investigamos mucho, trajimos dulces de allí, hemos estado comprando y probando para ver qué podíamos introducir en Madrid. Hemos ganado algunos kilos», dice sonriendo con culpabilidad.

Así, las únicas concesiones a la fusión vienen ya desde Japón, con recetas a las que los propios nipones aportan en origen un toque occidental, «como el matcha,con una base de crema de queso mascarpone», detalla el cocinero. Dice que, tras la Segunda Guerra Mundial, los japoneses comenzaron a aplicar técnicas culinarias en pastelería procedentes sobre todo de París, pero también de EE UU. Se fusionó todo muy naturalmente «y, de hecho, los dos destinos pasteleros más prestigiosos del mundo son París y Tokio».

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Hattori Hanzo cuenta con Hanayo Ueta, una chef japonesa que ya trabajaba los postres desde los inicios de la izakaya y que ha colaborado con Ricardo Vélez de Moulin Chocolat para incorporar el matcha a elementos como el chocolate. La carta de Panda —que también ofrece opciones para llevar— se puebla dedorayakis, mochis, pandos, sésamo negro, té verde, flor de sakura, trufas de chocolate blanco con matcha e incluso macarons de té verde.

Con los mimbres creados por Ueta y Vélez, Gracia pasa a la fase de pringarse. Insiste en la dureza del proceso de desarrollo y en la cultura del esfuerzo. Explica que los japoneses insisten mucho en el doryoku, es decir, que las cosas se aprenden con sacrificio, con tiempo y con paciencia. «La liturgia. No te la pueden enseñar, tienes que verla, porque además no son muy dados a enseñar, sino a que mires y aprendas observando con el tiempo».

Por eso también, por la liturgia, por depurar los procesos, por sentir el calor de los fogones, por ejecutar la caótica danza en una cocina repleta, sigue Borja Gracia manchando sus manos como un niño jugando en el barro. «Me encanta sudar en la cocina y la sensación de ganarte el sueldo». Explica que, además, no le cuesta nada aplicarse en todas las facetas que requiere un proyecto como el que está dirigiendo. «Yo he encontrado lo que me gusta, algo que podría hacer 20 años seguidos sin cansarme. Eso que he encontrado es Japón. Para mí esto no tiene fecha de caducidad».

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De la búsqueda del Camino
No busquéis el camino en los otros, en un lugar lejano;
el camino está bajo nuestros pies.
Ahora viajo solo…
Pero puede encontrarlo en todas partes;
ciertamente, él es ahora yo, pero ahora yo no soy él.
Así también, cuando encuentro lo que encuentro,
puedo obtener la verdadera libertad.