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Historia de los alimentos afrodisiacos (segunda parte)

Por Mayra Zepeda

Desde los días de Adán y Eva, nuestros agobiados cuerpos han buscado «algo que proporcione osadía, arrojo, intrepidez; una sustancia del paraíso perdido, de las fuentes de la eterna juventud, de los árboles con frutos prohibidos, de las piedras filosofales, de las plantas evocadoras de falos y vaginas…». Ya sean frutas, semillas, especias o carnes, aquí continúa el recuento de los bocados y elíxires que, se dice por ahí, restauran el brío amoroso…

Se podría discutir hasta el infinito si de veras existen alimentos con propiedades especiales para enardecer o inhibir el apetito sexual. Las afirmaciones por parte de sus forofos son absolutas basándose en toda clase de argumentos incluso de orden científico. Se ha podido creer o hacer creer, por ejemplo, que la trufa, tan loada por el español Marcial por recordarle los testículos, contenía sustancias odoríferas —feromonas, muy parecidas a la testosterona— dotadas de efectos estimulantes. Más tarde se vio que no era cierto. No obstante, la creencia testicular de las trufas fue muy fuerte. […]

Los afrodisiacos no eran, empero, solamente los alimentos. También los olores, sobre todo los perfumes extraídos de las plantas o de ciertos animales como el almizclero, y los colores para la atracción y para poner en funcionamiento los sistemas de seducción, eran ingredientes de la preparación del cuerpo para el amor y los besos. Entre los últimos, se destacan los masticatorios —los tamules[1] los llaman bida—, tan poco conocidos en Occidente y tan usados en Oriente, sobre todo en la India, por lo que me extenderé un poco en su presentación. […]

De los masticatorios

En Europa […] se estimaban groseros los movimientos de las mandíbulas para masticar, por lo que se debía escamotearlos. A Erasmo [de Rotterdam] los ruidos del masticar le recuerdan los gruñidos de los cerdos, y los compara con unos fuelles hinchados para atizar el fuego de las chimeneas. […] Por su parte, el aliento también tenía mala literatura, y el gusto dejado por los alimentos en la boca con reminiscencias placenteras debía ser eliminado rápidamente con enjuagues de agua.

Con tan pésimo criterio sobre las funciones de la boca, los masticatorios, estos afrodisiacos orientales, tenían escasas posibilidades de desarrollarse en Occidente y ni siquiera se los cita en la cuantiosa literatura que desde Marco Polo se ha escrito sobre las rutas de la seda y especias. […] Hay una infinidad de variedades. Cabe decir que la base principal de los masticatorios la forman el cachú o cato y el betel; el cachú es una especie de frondosa acacia que puede llegar a tener 20 metros de largo, cuyo duramen es de sabor áspero y astringente; el betel es una planta trepadora que proporciona un fruto con una simiente parecida a la pimienta. A estos dos productos se añade la nuez de Areca catechu, que es una palmera alta, de tallo esbelto. […] Se la mezcla con almizcle y ámbar, se la espolvorea con cal de concha y se la envuelve en una hoja de betel. A esta mezcla también se le llama, en una variante distinta, buyo o betel. […]

Los masticatorios se consumen sobre todo al final de los copiosos almuerzos para ayudar a la digestión, pues hacen de tónico astringente y estimulante, realzando los regustos dejados en la boca por las suculencias alimentarias para que éstos no se desvanezcan ni se conviertan en malos alientos. Pero otra y no menor finalidad es la de perfumar y embellecer la boca, tiñendo los labios y la saliva de rojo. Como se insinúa en los relatos literarios, se hace como preludio a los juegos amorosos. En todo caso, se trata de exaltar los sentidos juntando los placeres gustativos a los olorosos.

Para besarte mejor

Para los indios, besar es entrar en un antro de aromas y perfumes, donde se ha revestido a la saliva y lengua con flujos elegantes, destellos picantes, resabios estimulantes que brindan al amor la armonía de la naturaleza, los rumores de los vientos recogidos por las arecas, la esbeltez del cachú, el abrazo estrecho del betel al trepar por los árboles. Para ellos el beso es una ofrenda exquisita, delicada, que sólo se da en ocasiones de gran intimidad, preparando a la boca con estos masticatorios aromáticos y embellecedores. De otro modo, el beso se convertiría en una ofensa, en un acto feo y repugnante. […]

En los países orientales, como en China, la costumbre de los masticatorios está muy generalizada. El té, antes de ser bebida medicamentosa o filosófica, se empleó para mascar. En Occidente, el tabaco. […] Los españoles tenían un sistema algo parecido llamado lavadientes. Barthélemy Joly, viajero francés que acompañó por España en 1604 al abad de Císter, almorzó espléndidamente en Poblet. Cuenta que al final de la comida a los españoles les sirvieron lo que ellos llamaban «fruta de postre», confituras y turrones, con barquillos para mojar en hipocrás —bebida hecha con vino, azúcar, canela y otros ingredientes—, y a ello, afirma, lo denominaron lavadientes. Este lavadientes cierto es que no es un masticatorio, pero parece corresponder exactamente a su misma finalidad, la de lavar la boca tras la comida[2].

Los nuevos tiempos

Volviendo a los afrodisiacos propiamente dichos, durante siglos se han usado —que se lo digan si no al famoso Marqués de Sade— y se siguen usando las nefastas cantáridas por considerarse que este verde insecto coleóptero tiene propiedades altamente excitantes, mas la realidad es muy otra. En cambio, la yohimbina —alcaloide de la corteza de una planta arborácea, el yoimboa— tiene poder vasodilatador, y en este sentido puede producir efectos erógenos. […]

Hoy un fármaco llamado Viagra produce auténticos y duraderos efectos vasodilatadores, pero no se le reconoce como un afrodisiaco. Acaso su uso en pastillas tenga no sé qué relente de tristeza al lado de las formas, de los olores, de los sabores de las plantas; es como si el Viagra careciera de imaginación. El amor puramente mecánico, sin fantasía, sin convivialidad… Es cierto que el hombre no tiene nada de un motor que funciona con un carburante.

El caso es que, cuando se habla de afrodisiacos, se trata siempre de un remedio para el decaimiento sexual del hombre y no de la mujer. Como si a la mujer se le negase el placer. Porque habrá mil plantas para que la mujer mejore la lactación o combata la frigidez con miras a la reproducción, pero nunca apuntando al placer o, para ser más claros, al orgasmo femenino, que como es sabido produce sacudidas muy parecidas a las de la epilepsia.

Nuestro mejor afrodisiaco unos dicen que es la juventud; o sea, el deseo. Y el deseo depende de nuestro cerebro productor de sus propias sustancias afrodisiacas, las endorfinas, con las que se regula o desrregula, previendo, calculando, programando. […] El apresuramiento por gozar con el señuelo de la reproducción y conservación de la especie se ha aminorado hoy en un universo de demografía galopante y con una esperanza de vida cada vez mayor. No parece que nadie esté motivado en la actualidad para hacer de Cristóbal Colón ni cruzar mares procelosos e ignotos con el fin de descubrir otras Américas por una cuestión de sustancias excitantes como las especias. Los afrodisiacos se han quedado en las sex-shops para contento y alivio de mentes solitarias. […]

Anafrodisiacos: el otro extremo

De igual modo que en la materia existe la antimateria, esta reseña no sería completa si no hiciera mención asimismo de los anafrodisiacos que, por definición, deberían hacer perder el apetito por el juego amoroso. Efectivamente, los que optaban por la solución de retirarse del mundo a un convento buscando una hipotética castidad, deseaban hacer uso de sustancias que calmasen su imaginación, alejasen sus sueños eróticos y mitigasen su apetito sexual. Los moralistas no sólo prodigaron mil consejos, algunos de extrema crueldad, sino que también proporcionaban una lista de plantas anafrodisiacas, como la raíz del nenúfar, los gladiolos, la verdolaga y el agnus castus[3], que podía llegar hasta desecar el semen genital.

Entre los anafrodisiacos se contaba también el pescado, comida cuaresmal, pero no sólo guisado. Un procedimiento anafrodisiaco femenino consistía en meter en la vagina un pez vivo hasta que muriera. Se le guisaba después, sazonándolo, y se le daba a comer al marido, con lo que éste dejaba de sentir deseos por otras mujeres. No obstante, unos y otros sospechaban que el pescado, guisado normalmente, producía los efectos contrarios. Curiosamente, en el siglo XVII hasta el café fue clasificado como un anafrodisiaco. Se le denominó «brebaje de los capones».

La prensa anuncia que los laboratorios farmacéuticos industriales tienen en estudio un gran número de moléculas destinadas a reavivar el embotamiento de los sentidos —por no decir de la sensualidad— que se produce con la edad. ¿Quiere decir ello que estamos al final de los afrodisiacos clásicos y hay que esperar en este nuevo milenio, para mejorar lo que estúpidamente se llama «calidad de vida», otros nuevos salidos de los laboratorios?

¿O es preferible pensar que el hombre es algo más que un producto biológico, bueno para hacer ricos a los laboratorios, y que lo que nos ha faltado hasta ahora es humanizarnos viendo a los demás como entes capaces de gozarse sin dejar por ello de ser siempre seres humanos? Y si la inhibición sexual es un mal social, ¿no se podrían estudiar las causas? Porque si para disminuir la tasa de los malos colesteroles, producidos por la comida basura, se toman pastillas que desregulan la producción de los neurotransmisores que están en la base del placer, de las endorfinas… entonces, ¿qué?

[1] Sociedad del sur de la India. [Todas las notas son de la edición.]

[2] Como el cío, un recipiente con agua que se pone en la mesa al final de la comida para lavar algunas frutas o enjuagarse los dedos.

[3] Planta verbenácea nativa del Mediterráneo, también conocida como vitex, árbol casto, pimiento de los monjes, sauzgatillo o sauce gatillo.