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Bares que simulan los garitos clandestinos de la Ley Seca

Por Mariana Toledano

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La cosa no es que la aventura sea imprevisible, sino que lo parezca: la emoción no nace de la clandestinidad, sino de simular la clandestinidad, aunque ya no tenga sentido. Los bares speakeasy son lugares anacrónicos. Se inspiran en los locales que, durante la ley seca de Estados Unidos (1920-1933), se disfrazaban de pajarerías o de lavanderías para ocultar que, detrás de alguna pared falsa o en el sótano, servían litros de alcohol.

Entonces la necesidad de supervivencia etílica obligó a muchos a transgredir la ley. Los establecimientos se instalaban en recodos de la ciudad, muchos no tenían rótulo ni para despistar; parecían lugares muertos. Y para evitar que algún vecino demasiado legal o algún algún alcohólico sobrio y sin dinero avisara a la policía, se hablaba a susurros.

Hoy las autoridades permiten que nos cozamos a gusto, incluso el sistema lo agradece y, sin embargo, desde hace unos años, han venido proliferando estos establecimientos semiocultos que usan la clandestinidad como un potente reclamo comercial.

El experto en neuromarketing y conducta del consumidor Francisco Torreblanca habla de lo oculto o lo prohibido como gran herramienta del marketing emocional: «Las cosas evidentes pasan desapercibidas, pero lo inesperado genera una gran provocación que nos empuja a tomar una decisión».

Lo sorpresivo nos impele hoy más que hace una década. El motivo: las redes sociales. «En estos momentos en que estamos permanentemente vinculados a una red de contactos que, además, siempre llevamos en nuestra cabeza, si algo te pila desprevenido o te impacta, estarás deseando contarlo: nos encanta dar a conocer algo que los demás todavía no han descubierto», explica a Yorokobu. En estos tiempos, parece de locos desechar una sola oportunidad de convertirnos en protagonistas.

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La escenificación de lo clandestino comienza por el acceso. El neoyorquino Please Don’t Tell fue uno de los que estrenaron la nueva ola speakeasy. Desde fuera parece un restaurante cutre de perritos calientes llamado Crif Dogs. En un rincón del garito hay una cabina telefónica. Al pulsar el número uno, se abre una falsa pared que da paso al restaurante. No obstante, su página web ofrece también un número para reservas, esto es, un cauce habitual, no demasiado misterioso.

En algunos de estos establecimientos hace falta una contraseña para entrar e, incluso, en el que fue uno de los primeros speakeasy de Barcelona, la Tintorería Dontell, se ofrecían a registrar tu huella digital para la próxima visita. El Flask Speakeasy de Shangai permanece oculto tras la puerta de una máquina de Coca-Cola vintage. Al Cellar Door de Londres se entra a través de unas escaleras que se hunden en el subsuelo en mitad de la calle, una especie de boca de metro de diseño.

Una vez dentro ofrecen poca luz, mobiliario de diseño, sigilo y cócteles y menús carísimos. Estos lugares se enfrentan a una paradoja publicitaria:cómo vestirse de prohibición a la vez que se anuncian por las redes sociales e invierten tiempo y dinero en estrategias de relaciones públicas. Para que el invento funcione hace falta un cliente voluntariosamente ingenuo que se deje guiar por una ficción.

«Es fundamental crear una historia previa que genere expectativas y que el lugar vaya cumpliendo, poco a poco, ciertos deseos en una especie de gamificación», cuenta Torreblanca. Hay elementos que construyen el relato y convencen al consumidor. Los precios elevados, lejos de repeler, confirman la sensación de aventura. A la vez, el diseño del interior sirve para crear una cápsula: un mundo alejado de la estética habitual y con tintes de nostalgia.

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Entrada al speakeasy neoyorquino Milk & Honey.

Torreblanca destaca dos características que aumentan la percepción de protagonismo y de excepcionalidad del visitante: «Dentro de estos sitios es importante la sensación de escasez y de urgencia. Un bajo número de clientes te hace sentir privilegiado por haberlo descubierto, también la escasez a nivel de producto o de espacio aumentan el deseo. La urgencia la logran abriendo sólo unas pocas horas o unos pocos días: si no te das prisa, otros lo van a vivir y a compartir antes que tú». Por ejemplo, el restaurante Kokun de Barcelona admite un aforo máximo de 14 personas.

En realidad, aquí, la clandestinidad es la lencería de la exclusividad, una forma de erotizar o electrificar una forma de venta y una palabra que, a fuerza de repetirse, ha quedado relegada a la posición más humillante que se puede ocupar en el mundillo publicitario de hoy: la previsibilidad.

En opinión de Torreblanca, el público de estos lugares oscila entre los 30 y los 40 años. Se trata de personas que ya han acumulado experiencias gastronómicas y que disfrutan de una interconectividad importante con otras personas: «Por eso, les gusta probar cosas diferentes, están dispuestos a dejarse llevar».

Aunque existen componentes más banales que la sed de vivencias. Hay dos factores por los que los nuevos speakeasy parecen funcionar. Por un lado, la cultura selfie, es decir, la necesidad de vivir experiencias no como forma de enriquecimiento personal, sino como herramienta de comunicación hacia nuestros contactos. Y por otro, el deseo de experimentar un sucedáneo de aventura donde el peligro es, en todo caso, sólo una sensación estética.

La mejor arma de comunicación de estos establecimientos es el propio cliente. «Aquí las redes sociales son un altavoz de ciertas leyendas urbanas, incluso se incurre en pequeñas exageraciones de un consumidor a otro», analiza Torreblanca. Y concluye: «La exageración forma parte de nuestro proceso mental y hace que disparemos nuestros niveles de protagonismo, lo hacemos sin darnos cuenta, en casi todo lo que contamos».