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¿Qué dice de nosotros la forma en que cenamos?

Por Sarah del Moral

Cómo cenamos a diario sintetiza nuestra forma de estar en el mundo

Los platos dispuestos en la mesa o en el sofá. Las jarras de bebida, los vasos. La orientación de las sillas. El orden o la anarquía al elegir el menú, al vaciar cada plato, al levantarnos. Para algunos antropólogos, la decisión de alimentarnos en grupo fue un paso definitivo para abandonar la animalidad y definirnos como humanos. Ahora, después de siglos, estamos abandonando ese ritual.

En un fotograma de una casa a la hora de cenar se encuentran vestigios evolutivos. Se representa una historia social comparable al código genético. Revisando cada detalle, espulgamos una historia de generaciones en perpetua evolución, pero siempre atada a unos principios funcionales que, en muchas ocasiones, perviven de manera inconsciente.

Hay platos que mantienen adheridas costumbres que han desaparecido en otras recetas. Las gachas para los manchegos o para los descendientes de manchegos, por ejemplo. Algunas familias que son la segunda generación del éxodo rural y que acostumbran a repartir en platos individuales los alimentos adoptan otro método cuando se trata de comerse unas gachas: la sartén orejera enorme en medio de la mesa, el pan cortándose de mano en mano para mojar todos en el centro.

Las comen muy calientes, con ansia. Están replicando las maneras de los campesinos en días de labranza: el patrón ponía el recipiente en medio y quien se remilgara con la temperatura, se quedaba atrás y comía la mitad. Ahora están en la ciudad, ya no pasan hambre, pero se sigue masticando el humo con fruición.

Si uno se percata de las posibilidades de rastreo y del misterio que entrañan esos momentos diarios, puede acabar obsesionándose. Así le pasó a Lois Bielefeld, de la Portrait Society Gallery, una fotógrafa que ha retratado las cenas de 78 familias en una serie llamada Weeknight Dinners.

La aspiración de este trabajo es captar la normalidad, por eso planeó tomar las fotos de lunes a jueves. Descartó la rompiente ceremonial del fin de semana. «Quería capturar los hábitos y rituales que se configuran en la escasez de tiempo de las noches de la semana», cuenta. El fin de semana con la receta selecta (la paella, el solomillo con alguna salsa especial, de pimienta o roquefort) escenifica algo más parecido a una aspiración, a lo que deseamos ser. El menú de entresemana, en cambio, muestra lo que estamos obligados a ser. «En el día a día volvemos a nuestros hábitos porque es más fácil: seamos realistas, somos tacaños cognitivos».

El material de este proyecto reúne una muestra multicultural: coreanos, filipinos, puertoriqueños, italianos… Las imágenes se tomaron en el medio oeste y el sur de Estados Unidos y en Luxemburgo. «El arquetipo o ideal proyectado asociado con la cena son familias que comen en la mesa, al mismo tiempo y un mismo menú. Esto raramente era así en el caso de mis retratos», detalla Bielefeld.

Se encontró de todo: «Algunos hacían picnic en el suelo cada noche; otro caballero siempre comía de pie apoyado en la encimera, leyendo el periódico y mirando por la ventana; otras familias comían en diferentes partes de la casa y cada uno preparaba su comida rápida». Con frecuencia se topó también con personas que comían juntas, aunque escogiendo alimentos diferentes.

Poco a poco, está prevaleciendo el respeto a los gustos o preferencias de cada uno sobre la acción habitual de compartir. Una parte esencial del acto de comer, tradicionalmente, ha sido el debate gustativo, el lanzamiento de apreciaciones por parte de los distintos comensales. El alimento es una parte esencial de la vida, y una de las vocaciones solidarias más trascendentales de los miembros de un grupo familiar o de amistad ha sido siempre fantasear con la idea de que es posible compartir un sabor y que todos, de algún modo, paladeemos con la misma boca. El gusto se inventa y funciona como pegamento: por eso, cada clase social tiene el suyo sin que haya ninguna diferencia orgánica que lo justifique entre un pobre y un marqués.

En un texto publicado por la Unesco sobre la ‘comensalidad’ (el ritual al alimentarse), el antropólogo Naomiche Ishige se mostraba apocalíptico. Se preguntaba si el hecho de que un individuo decidiera por sí solo, dentro de un hogar, la hora o el contenido de su alimento, no significaría que la especie humana está regresando a una forma de nutrición individual parecida a la de los animales. El problema está, a su entender, en los productos precocidos, la comida rápida o el self service. «La industria ha lanzado un desafío a la mesa familiar», sentenció.

Roles ocultos entre plato y plato

A Bielefeld le fascina fotografiar en serie un mismo tema para desmenuzar las diferencias y captar los elementos comunes. «Esta cosa aparentemente simple que hacemos cada noche es bastante compleja y está llena de roles: de género, de padres e hijos e incluso de poder. Lo que, a veces, parecen simples conversaciones en las comidas pueden apuntar a interacciones y dinámicas familiares más profundas».

La autora ha navegado en los recuerdos de mucha gente sobre esta rutina durante la infancia. Unos recuerdan momentos cálidos y otros tensión y conflicto. «Lo mejor y lo peor de nuestras familias sale durante las comidas de la semana: nuestros rituales y comportamientos diarios pueden revelar nuestro verdadero yo», reflexiona.

La antropóloga Mabel Arnaiz analizó algunos roles reproducidos en estas dinámicas domésticas. En su libro Paradojas de la alimentación contemporáneaexplicaba la división de tareas con respecto a la cocina entre hombre y mujer. Para ella queda el guiso diario y funcional; para él, el de fin de semana o días especiales con sus elaboraciones más creativas. Dos lenguajes de una misma actividad que suceden dentro del hogar y representan la discriminación: el hombre se dedica a la acción y la mujer al servicio.

El proceso de trabajo de Weeknight Dinners resultaba bastante sencillo. La autora acudía a una casa y pedía que funcionaran como lo hacían normalmente. Ella disponía los bártulos mientras preparaban la cena. Usaba iluminación, pero daba prioridad a la luz del ambiente. La serie está llena de regiones de sombra que transmiten el cansancio del final del día. Todo indica que el espectador es un polizón en un ambiente que no le pertenece: ropas arrugadas, camisetas dadas de sí, calcetines a la vista, pies sucios, pelos revueltos, pizzas requemadas. Mientras tanto, la fotógrafa interrogaba a los protagonistas sobre sus hábitos diarios.

Una vez tomadas las fotografías, Bielefeld las miraba una y otra vez tratando de impregnarse al máximo del espectáculo humano. No deja de percibirse cierto voyeurismo en la serie. Para ella resulta inevitable. Bielefeld, de niña, deseaba infiltrar la mirada en los dormitorios de sus amigos. Observaba los juguetes, la decoración, dónde dormían y trataba de averiguar qué se sentía dentro de la intimidad del otro. Ella tuvo la suerte de ser libre para configurar su cuarto; allí, en el único lugar realmente suyo de la casa, creó su santuario. La idea de este espacio como reflejo de uno mismo la empujó a enfocar su carrera fotográfica hacia los recovecos domésticos: «Son los envoltorios de la identidad y el ser» de cada uno.