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Los cuchillos que hacen que la comida sepa mejor

Por Yorokobu/ Daniel Martorell

Jun Mizuno no forja cuchillos. Más bien los esculpe. Trabaja en la trastienda de un negocio minúsculo en una tranquila calle de la ciudad de Sakai, en la prefectura de Osaka, encajonado en un hoyo de apenas un metro cuadrado y flanqueado por dos monstruos mitológicos: una fragua que vomita aire ardiente y un martillo que berrea cañonazos.

Hace 145 años que la familia Mizuno vertebra metal con fuego y agua para dar forma a la herramienta clave de la cocina tradicional japonesa: el wa-bōchō, un cuchillo de un único filo fabricado en hierro y acero y moldeado a mano, uno a uno, siguiendo una tradición centenaria heredada de la forja de sables y katanas de guerra.

Hay más de 200 tipos. Cada uno con un diseño de hoja diferente, optimizado para usos específicos: trocear pollo, abrir pescado, pelar verduras, cortar hortalizas, filetear atún, dibujar relieves decorativos. Cada cuchillo cumple con la función para la que fue forjado. Y solo para esa.

Dicen que el corte de un cuchillo nipón tradicional hace que la comida sepa mejor.

Dicen, también, que cuando un chef japonés necesita un wa-bōchō, viaja a Sakai. En realidad no busca un cuchillo. Persigue un trozo de su alma.

Son las 11 de la mañana y en la cocina del restaurante Izariya, en Madrid, el chef Masahiro Nakamura disecciona un rábano daikon. Lamina la pieza hasta reducirla a una única hoja translúcida de apenas un milímetro de grosor. Después, vuelve a accionar el cuchillo y de la madera brotan centenares de filamentos delgados como agujas de hospital que servirán para decorar un plato de sashimi.

El cuchillo es un usuba, un wa-bōchō diseñado específicamente para cortar vegetales y pelar piezas casi sin límite de delgadez. Cada uno de los chaaaas-chaaaas que reverberan desde el metal son, en realidad, el grito de guerra de los millones de átomos de hierro, carbono, fósforo, silicio y manganeso del cuchillo que se abren paso entre los endebles enlaces moleculares que forman el cuerpo del rábano. Es una batalla desigual.

Nakamura explica que en las cocinas japonesas estos cuchillos son sagrados, que cada chef tiene los suyos y que jamás se prestan. El dueño del Izariya, Hiroshi Kobayashi, que sigue la conversación desde la barra, sonríe y añade: «Para un chef el cuchillo es como su alma». Su cocinero maneja diez, cinco de ellos de manera habitual. Todos, hijos de una forja de Sakai.

Nakamura continúa con la mirada de neurocirujano, solo que ahora ha cambiado de bisturí. En su diestra, un yanagiba. Una hoja larga y un filo que al penetrar en la ventresca de bonito escupe la carne hacia los lados igual que Iniesta abre defensas: limpiamente, sin necesidad de músculo.

Para el chef, la clave de su precisión está en el mantenimiento: cada noche, después de servir al último comensal, Nakamura dedica unos minutos frente a la piedra de afilar. Meticuloso. Ritual. Callado. Como el sumiller cepilla y plancha su traje, Nakamura afila su alma.

Jun Mizuno sigue sudando en su cubículo de Sakai. Está forjando la vigésima hoja del día, la última por hoy. El proceso de elaboración es similar en todos los talleres de la ciudad: a una tira de hierro previamente calentada se le añade un pedazo ardiente de acero con un 1% de carbono y se funden mediante el calor de la fragua y los golpes del martillo. La temperatura es crucial: 800º C. «Si el hierro está demasiado alto, el acero se daña, y se está demasiado frío, no se combinan», advierte Jun.

No hay termómetro. Cuando el ojo del maestro detecta que el tono de rojo es el adecuado extrae del carbón la pieza, la enfría en agua y empieza a moldear a golpes la hoja. Después, de nuevo al carbón y se repite el ciclo, que ellos llaman yaki-ire, y que endurece paulatinamente el cuerpo del futuro cuchillo. El resultado es un hoja formada por una base de hierro flexible y un filo de acero duro, recto y rígido.

La manufactura de estos cuchillos es coral. Cuando Jun termina su trabajo, envía las hojas a un segundo maestro, un pulidor, que afila ángulos y lustra el metal. Un tercer especialista completa el proceso con la fabricación y colocación de los mangos de madera de magnolia o cuerno de búfalo. El cuchillo vuelve, entonces, al taller de Jun, quien se encarga de comercializar el producto.

Cada semana, veinte nuevas piezas están listas para ponerse a la venta. «Yo hago miles de cuchillos», explica el artesano. «Pero soy consciente de que para mi cliente ese cuchillo es único. Esa pieza tiene que contener todo el esfuerzo necesario».

Comparado con un cuchillo profesional de una cocina occidental, el wa-bōchōjaponés destaca, primero, porque el filo se desgasta más lentamente; y segundo, porque la tarea de afilado es más sencilla. Las contrapartidas: es más quebradizo y exige mimos casi a diario. Dicen los expertos que todo sacrificio sabe a poco cuando uno trabaja con un wa-bōchō confeccionado a medida.

En pleno centro de Osaka, la zona de Hozenji Yokocho aún conserva la tranquilidad y la atmósfera del Japón tradicional. En uno de sus restaurantes, el Shoben Tangotei, el chef Koji Kishi lleva treinta años cocinando washoku, la cocina tradicional japonesa.

De los más de veinticinco cuchillos que presiden la cocina del Shoben Tangotei, buena parte de ellos son piezas hechas a medida en las fraguas de Sakai. «El filo perfecto –explica el chef– ha de estar hecho solo para mí». No basta que sea un buen cuchillo. «Ha de ser mi cuchillo».

El señor Kishi cuenta que cuando encarga un wa-bōchō le detalla al artesano todas las características que debe tener la herramienta. Además, durante el proceso de elaboración –que se puede alargar medio año– el chef se acerca al taller a supervisar el trabajo. Prueba, siente, corrige.

Para el señor Kishi, además de ofrecer delicadeza al corte del sashimi, el cuchillo nipón aporta algo esencial en la cocina washoku: la estética visual. Como la mujer del César, el sushi, el ten-don y el nagiri no basta con que sean exquisitos. También lo han de parecer. «La cocina tradicional japonesa no solo se vuelca con el sabor de los platos, sino también con su apariencia», asegura el chef.

Por eso existen tantos tipos de cuchillos wa-bōchō. Porque no es lo mismo abrir un borriquete que cortar zanahoria en juliana o labrar la piel de un pepino al estilo jabara-giri (simulando la textura de una serpiente). «Es un trabajo artístico», sentencia Koji Kishi.

Los Mizuno llevan en este taller desde 1872, pero nada es eterno. Pese a que la inmensa mayoría de cocineros profesionales de Japón usa cuchillos de Sakai, Jun Mizuno tuerce el gesto cuando piensa en el porvenir de su negocio a largo plazo. La misma sombra de duda se desliza sobre el resto de fraguas de la ciudad.

Todo dependerá de los jóvenes. Y a estos no parece que les seduzca trajinar con mazas, carbón y metal ardiente rodeados de monstruos mitológicos. «Se están haciendo esfuerzos para promocionar el aprendizaje del oficio», cuenta Jun. «Pero aún así tenemos un problema de falta de gente».

Mientras el futuro se va forjando, Masahiro Nakamura, Koji Kishi y otros tantos miles de chefs continúan transmitiendo su pasión culinaria desde el mango de un wa-bōchō. En silencio, mimando el acero, bruñendo el metal con aceites minerales y mirando de reojo a Sakai, a la fragua de las almas.