¿Cuánto tiempo hace que no te comes un perrito caliente? Una salchicha a la plancha en medio de un pan alargado. Con kétchup y mostaza, quizá incluso con cebolla frita y mayonesa. Pues si vas a Estados Unidos o Canadá, te dirán que eso no es un perrito caliente.
Y todo esto, este verdadero perrito caliente te lo sirven en plena calle. A lo mejor en un kiosquillo. Muy posiblemente en un pequeño camión o una caravana con ruedas, el portón abierto y repartiendo el olor de su batería de ingredientes y su cocina por las proximidades urbanas. En una camioneta de comida: una food truck.
Una institución cultural norteamericana
Dicen los antropólogos que no existe ninguna situación verdaderamente aislada, sino que cualquier realidad tiene siempre un envoltorio experiencial que ayuda -y a veces define- la situación determinada. Por ejemplo, si vamos al cine, el hecho de hacer cola, comprar la entrada, que nos la piquen, que las luces se oscurezcan un poco, ver los trailers y que las luces se apaguen definitivamente genera un embalaje continuo de experiencias que contribuye y predispone al visionado de la película. Esa separación paulatina de la realidad mundana ayuda a algo tan importante en la narración cinematográfica como es la suspensión de la incredulidad.
Pues con la comida sucede algo parecido. Porque comer no se limita al hecho de alimentarse, sino que está rodeado de todo un paquete experiencial que define el mismo hecho de comer e incluso el producto gastronómico que se ingiere. Y, en el mundo anglosajón, la comida callejera está íntimamente ligada al fenómeno de las food trucks. A esa caravana con ruedas que va y viene, a la sirena que las distingue, a los colores y a los rótulos, a la diferencia de altura entre la calle y el mostrador, a la pequeña cocina y al muestrario de ingredientes. Y al olor que escapa por su portón abierto. Ya decía Virginia Woolf que «uno no puede pensar bien, amar bien o dormir bien si no ha comido bien». Y comer bien incluye muchas cosas, no solo el propio alimento.
Porque, al igual que los perritos calientes, las food trucks son una institución cultural americana. Una con más de siglo y medio de historia. Nacieron poco después de la Guerra de Secesión, en plenas llanuras de Texas; y como muchos otros inventos, fueron consecuencia directa de una necesidad. La que tuvo el ranchero Charles Goodnight cuando, en 1866, modificó una caravana Studebaker añadiéndole una cocina móvil y una parrilla de carbón para así poder cocinar y vender los excedentes de ternera que se acumulaban durante los trayectos ganaderos que los vaqueros recorrían desde Texas hasta Nuevo México.
Y así nació la chuckwagon, la primera food truck, que dio inicio a un fenómeno que, con el tiempo, ha acabado convirtiéndose en un símbolo de la cultura urbana de Norteamérica. Allí las hay de todo tipo: no solo de perritos y hamburguesas, sino también de pescados, marisco y langosta, de ensaladas, de comida asiática, de pinchos, de pasteles, helados y postres y hasta veganas. Y siempre con una cuidadísima estética, siempre respondiendo a una puesta en escena distintiva y carismática. En caravanas pintadas, en camionetas multicolores, en brillantes airstreams plateadas.
Y el fenómeno se extiende por todo el mundo. Por México, por Colombia, por Alemania o por Japón.
En España
La legislación española es muy restrictiva en materia de comida ambulante. De hecho, solo permite este fenómeno si está asociado a situaciones muy precisas: fiestas patronales o eventos puntuales de índole pública o privada. Por eso solemos asociar los puestos de comida callejera a los churros, las patatas fritas, los bocatas de panceta y otros alimentos sandungueros. Sin embargo, como ocurrió con el chuckwagon, la necesidad se convierte en virtud y hay una serie de emprendedores gastronómicos que están trayendo las food trucks a nuestro país con productos y conceptos más completos, más complejos, más amables y más abiertos. De alguna manera, se distancian del puesto de feria y envuelven su comida en ese paquete experiencial que distingue a las food trucks.
Javi y Silvia son los propietarios de Caravan Made, que opera esencialmente en Catalunya. Hace más o menos un año, compraron una caravana de segunda mano que adaptaron como cocina y puesto de comida rodante, aunque ni siquiera le llamaron food truck hasta que un bloguero les preguntó sobre su proyecto. «Queríamos traernos la esencia de que las caravanas de comida que Silvia había experimentado en los mercadillos y las calles de Estados Unidos» dice Javi, «Nuestra idea es hacer un tipo de comida para llevar sana y cuidada, alejada de la fritanga que se suele ver aquí».
A Juan, propietario de Con La Cocina A Cuestas, se le ocurrió la idea hace poco más de un año, al ver que los merenderos al aire libre que había financiado la Xunta de Galicia quedaban en desuso y, a veces, impracticables.
Ahora lleva su furgón-restaurante por eventos urbanos y también naturales: playas, montes, claros de bosques. De Galicia y de toda la Península Ibérica, que para eso la cocina tiene ruedas. A algunos de estos eventos les llama Convocatorias Gastronómicas (Clandestinas) porque, como él dice: «nos movemos dentro de la legalidad, pero en ese filo de la navaja que nos permite la normativa».
Su idea no es solo la de la comida callejera, sino también la del pop-up kitchen e incluso la de crear y transmitir un concepto de comida para llevar barata y cardiosaludable. «Vamos a impartir cursos en colegios y universidades para que los chavales y los jóvenes aprendan a hacerse un bocadillo o una merienda sana y casera», afirma Juan.
Mr. Frank and the Butis fue una de las primeras experiencias de street food en nuestro país. «Iniciamos este proyecto hace ya tres años con la idea de renovar el clásico bocadillo de butifarra catalana. Intentamos hacer bocadillos de butifarra gourmet, con miel, con tomate seco y rúcula, con pan horneado en la propia camioneta y con carne de calidad» afirma Pilar, una de los tres socios de la empresa.
«Nosotros venimos del mundo de la publicidad y, ante la disminución de trabajo en nuestro campo, quisimos empezar un proyecto distinto, pero siempre creativo. Por eso no solo nos limitamos a la comida, sino que intentamos cuidar todo lo demás que también rodea al fenómeno de las food trucks: el carisma, la imagen y la puesta en escena, que es tan importante y forma tanta parte del producto como la propia comida».
En su camioneta Citroën de los 50, recorren Catalunya, pero también el resto del Mediterráneo ofreciendo su producto completo en eventos de todo tipo, desde festivales y conciertos hasta fiestas privadas. Además, son los impulsores del Van Van Market, mercado que intenta revitalizar espacios urbanos en desuso mediante la reunión de distintos proyectos de comida nómada, como ellos mismos la llaman. «Desde solares abandonados, hasta naves industriales, que sirven para dar una nueva vida al barrio donde se encuentran».
Hay bastantes ejemplos más en España que, ante el empuje de estos proyectos, intentan organizarse y ejercer presión a las autoridades para que cambien la normativa y permitan su total desarrollo, como verdadera comida itinerante sin limitarse a los eventos puntuales.
Quizá puedan apoyarse en el ejemplo de Koldo Royo, cocinero vasco afincado en Palma de Mallorca que, a sus 56 años, cerró su restaurante mallorquín con una estrella Michelin para abrir El Perrito Cervecero, una camioneta de perritos calientes que lleva junto a su socia y ex mujer Mercedes Palmer.
«Cerré el restaurante cuando vi venir la crisis, pero yo soy cocinero y formador de cocineros, por eso voy allí donde me pidan que vaya a dar clase y enseñar.» afirma. «El Perrito Cervecero es un proyecto sobre todo de mi socia, aunque sinceramente, ahora vivo más tranquilo»
Porque para descubrir algo nuevo solo necesitamos repensar lo conocido con ilusión y creatividad. Y, a veces, ponerle ruedas.