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Desde Michoacán, la cocina de Benedicta Alejo, “sencilla y bien natural”

Por Irene Larraz

El mole ya está listo, pero Benedicta Alejo sigue removiendo en las profundidades de una olla gigante. Está rescatando una receta del olvido: un mole de hueso de aguacate que hacía su abuela. Aunque era muy pequeña cuando ella falleció, a los 105 años, la tradición familiar es el origen de todos los platos que prepara.

Como dice Alma Cervantes, chef del restaurante Azul y Oro Ingeniería, “la suya es una cocina del recuerdo”.

Benedicta es, probablemente, la mejor cocinera tradicional de Michoacán. Ha ganado una docena de premios, la han llevado como jurado a certámenes internacionales en Estados Unidos; incluso, cocinó corundas y mole con queso para el Papa Benedicto XVI en el Vaticano. Y sin embargo, habla con la humildad de alguien a quien lo único que le importa es que el mole que está preparando en ese momento quede tan rico como en su memoria.

Por eso, Benedicta sigue usando el metate que le regaló su madre cuando se casó, a los 13 años, y aunque insiste en que sus recetas son sencillas, prefiere quedarse sin dormir antes que delegar el trabajo en otra persona.

“Nunca pensé que a la gente le gustara la comida sencilla que yo hago. Mucha gente llega y prueba, y les gusta porque es comida sencilla y bien natural”, dice. Benedicta todavía no se cree su propio éxito.

Fundirse con el entorno

Para entender quién es Benedicta Alejo hay que observar cómo funciona su entorno. Nació en San Lorenzo, un pueblo de 4,000 habitantes, en 1966, cuando aún no había luz ni gas en la casa. Todavía jugaba a las cocinitas cuando la casaron con un hombre 10 años mayor que ella. Empezó a cocinar por gusto en un lugar en el que las mujeres lo hacían por obligación, y cuando salió a vender sus atápakuas en Uruapan, le miraban mal, porque allí las mujeres no trabajaban, o al menos no fuera de casa.

Aprendió su segundo idioma, español, antes de aprender a escribir, y nunca se quejó de que las otras cocineras le copiaran sus recetas para vender tanto como ella, sino que siguió innovando y rescatando más recuerdos.

Benedicta ya practicaba el slowfood, aplicaba la gastronomía de kilómetro cero y utilizaba ingredientes orgánicos antes de que se volvieran una moda. Todavía hoy va al monte para proveerse de alimentos.

Sin embargo, ella sigue siendo cocinera, mientras que los que ganan estrellas son chefs. Comer uno de sus menús cuando la invitan a cocinar en Ciudad de México cuesta dos o tres veces más que en su casa. Después de que se hiciera conocida y saliera en los periódicos, sus vecinos comenzaron a cobrarle más por los ingredientes que les compraba. Pero sobre todo, y lo que más le duele, es no tener siquiera una cocina económica.

Y pese a todo, aquí está, con su camisa amarilla y su falda rosa, preparando mole mientras sonríe. “La comida le dio poder”, resume Cervantes.

Perder el miedo

Son las siete de la noche, y Benedicta acaba de regresar del cerro después de pasar doce horas buscando hongos para hacer pozole. Llega bien cansada, porque han talado muchos árboles y es más difícil conseguir la materia prima. Apenas ha rescatado como para 40 raciones.

Para preparar el pozole echa col de árbol, cebolla, chile, limón y los hongos, que tienen sabor a carne de puerco, dice. Mientras habla, cocina en la mente.

“Es más bonito ir al cerro, así sale el sabor. Para mí es lo mejor del campo. Voy por los quelites, nopales, a veces por los frijoles (todavía no hay, pero ya pronto)”. A veces les prestan un terreno o lo rentan y cultivan nopales o milpa.

Cuando su esposo se accidentó, ella decidió salir a vender para mantener a la familia. Llegó a Uruapan un Domingo de Ramos con corundas y vendió todo. De eso hace 25 años, pero sus corundas de masa y agua, y las tortillas de dos colores que prepara en dos palmadas todavía son famosas.

Aprendí español para vender comida. Ni sabía cómo se llamaban los quelites (chakua) en español, no sabía qué era; yo le preguntaba a una amiga”, dice riendo.

Antes de que en su casa hubiera nevera, su abuelo cavaba un pozo y lo acomodaba con hojas y tablas de madera. Cuando la mermelada estaba lista, la metían abajo y la conservaban durante días. “Mi abuelo me enseñó así muy bonitas cosas para poder guardar los dulces. Yo no tuve refri hasta que mi hijo regresó de Estados Unidos y me compró uno, hace año y medio. Siempre andábamos haciendo pozos”, cuenta.

Después llegaron los premios. “Cada año se ganaba uno”, dice Cervantes, que fue parte del jurado. “Traía una platillo nuevo e impresionaba con sus recetas y su sazón”.

“A mí me gustaba llevar esos platos porque eran de nosotros, purépechas. Yo nada más saqué las recetas que vi de mi abuelita, de mi mamá, de mi suegra, y nada más eso, lo que pensaba y tenía guardado en mi mente”, cuenta Benedicta.

Sabe cocinar más de 70 guisados de sabores complejos, pero promete que sus recetas no llevan más de cinco o seis ingredientes, y en ninguna falta el ajo y la cebolla. “El mole con queso, por ejemplo, también lleva nada más queso, cebolla y ajo. Queda negro con el chile negro, chile guajillo y chile pasilla”.

Pero en 2012, cuando llegó a Roma con la delegación de Michoacán para presentarse ante el Papa, los turistas no querían ni el mole, ni las corundas, ni las atápakuas. “No querían nada, hasta que un señor de traje y corbata llegó y probó, y en poquito ya quería como cinco tortillas. En señas me decía, pero ya no había pues tanto. Después llegaba gente y pedía de a cinco y de a diez, limpiaban todo con el dedo”.

Después volvió a Michoacán y parecía increíble que la misma cocinera que le fue a hacer la cena al Papa en el Vaticano estuviera aquí, en un puestecito del mercado, sirviendo una quesadilla, explica Cervantes.

Puede ser un tópico, pero después de todo le pregunté cuál era su sueño. Con su voz de niña y toda la paciencia del mundo, Benedicta respondió: “Mi sueño es tener una cocina económica, pero así, muy de las de antes, con el troje, con tierra, con muchos árboles, con flores, con verduras, jitomate, tomate, cilantro, chile perón. A mí me gusta así, es mi sueño”.