Los monjes descalzos pisaban las uvas y generaban un mosto anticipado que ayudarÃa a la fermentación del resto de la cosecha. Del jugo ligero que brotaba de las uvas, a los pocos dÃas se transformaba en un mosto denso con mayor cuerpo. Era el momento exacto para agregar la fruta de las viñas del terreno bajo, aquél que se encharcaba durante los chubascos del cálido verano, y en donde las uvas presentaban un fino velo de moho que casi las cubrÃa por completo.
De esta manera, el caldo amargo adquirÃa acidez y frutosidad, pues la tierra humedecida durante gran parte de la estación estival, absorbÃa los aromas presentes en todo el viñedo. Por ello los monjes gustaban de tener árboles de ciruelos y cerezas. Y zarzales de moras rojas y negras que cubrÃan las paredes sus claustros conventuales. Cada nota frutal del vino recordaba a los cosecheros el terruño que pacientemente cultivaban.
Con el paso de los dÃas el vino se bastoneaba. El prior del convento, empuñando el báculo de pastor de almas, de hermanos de orden y también emblema de los peregrinos a Compostela, se encargaba de remover el lÃquido de la prensa. Encaminaba a los taninos que habÃan quedado en la superficie del mosto hacia las profundidades de la acidez. ConvenÃa a las notas frutales a emerger hacia el sombrero, o parte superior, del vino. La impronta del religioso, el ritmo de los movimientos de su bastón y sus propios pensamientos quedaban impregnados en el lÃquido cada vez más rojo.
Al cabo de una semana, a pocos dÃas de que los monjes iniciaran el ayuno por la Natividad de Cristo, el vino se trasegueaba y pasaba a los toneles roble blanco. Iniciaba entoces la crianza, la maduración del caldo para transformarse en vino durante el siguiente año. Para los monjes era la oportunidad de presenciar el misterio de la transubstanciación. Pues Dios tomaba en sus manos ese lÃquido fermentado, astringente y rústico, embriagante y disoluto, y lo llenaba de su espiritu; de su bondad y de su omnipresencia. Y en el misterioso secreto del interior de la barrica lo entregaba como la sangre de su hijo, al que habÃa sacrificado para redimir a la humanidad.
La dieta monacal incluÃa todos los dÃas un vaso de su vino y un trozo de buen pan. Era su premio divino por mantener el cultivo de las viñas. Solo los dÃas de ayuno se privaban de ello. En su refrectorio o comedor, al término de la lectura en voz alta de los Evangelios con la que acompañaban sus comidas, la austera sobremesa era el breve espacio para charlar de los aspectos más cotidianos dentro de su vida contemplativa.
Hablaban del temor a que el invierno fuera muy duro ese año. Uno de ellos recomendaba reparar las paredes del flanco norte del convento, que se estaban cayendo; mientras que el encargado del establo relataba con entusiasmo que habÃan parido tres nuevas reses. Con los últimos sorbos del vaso de vino, olfateando los residuos del preciado lÃquido, los encargados del viñedo comenzaban a evocar el amable clima del verano, cuando los sarmientos se cargaban de diminutas uvas. Y entonces recordaban el espectáculo de la naturaleza de esos dÃas calurosos.
Comenzaban por describir las frutas rojas que cargaban a los árboles que protegÃan del viento excesivo a las vides. Eran cerezos, que habÃan florecido meses atrás y cuyo aroma era intenso y amable. También recordaban el sabor dulce y ácido a la vez, de las zarzas y bayas que habÃan recolectado en el bosque para hacer una compota para las navidades. Y entonces aparecÃan en su recuerdo los aromas intangibles, el olor de la tierra mojada cuando comenzaba a llover, que se evanecÃa poco a poco hasta desaparecer por completo en el ambiente. Finalmente, aparecÃa el sabor a ciruelas maduras y secadas al sol que habrÃan de comer durante el invierno. Extasiados, embriagados por ese pequeño recorrido mental a través del terruño, los monjes se retiraban a sus celdas para estudiar las cartas de San Pablo o las confesiones de San AgustÃn.
Muchas de estas técnicas de cultivo y vinificación, se fueron desarrollando en la provincia francesa de Borgoña por monjes del monasterio de Saint Vivant, inspirados por la religiosidad de los monjes españoles custodios del camino de Santiago. Pero con sus particularidades, a falta de montañas que resguardaran la vid de los extremos climáticos, los monjes borgoñones cerraban sus viñedos con muros cuyo interior llamaban clos.
Asà como en los reinos hispanos se cultivaba la tempranillo, en Borgoña encontraron su propia uva llamada Pinot noir para elaborar sus vinos llenos del significado espiritual que habÃan aprendido caminando por la ruta jacobea.
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*Rodrigo Llanes es chef de El Jolgorio e historiador por la Universidad Nacional Autónoma de México.