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Historia culinaria de España: Los vinos castellanos

Por Animal Gourmet

La vid de Tempranillo es una planta que se adapta a condiciones climáticas extremas y a tierras yermas. Estas son las características de la región de Castilla y León, cuyos suelos fueron sembrados por el clero regular, habilitando productivamente las distintas microrregiones que darán origen a las futuras zonas vinícolas de Ribera del Duero, Toro y  Cigales.

Los monasterios de estas zonas permitieron crear comunidades campesinas en las aldeas que repoblaron el territorio de cristianos y que también cultivaban la vid. Estos se organizaban alrededor del prior del convento a través de un pacto que garantizaba un complejo igualitarismo entre todos los miembros, y que obligaba al presbítero a sostener un sentimiento de igualdad entre los pobres, los peregrinos y los religiosos. En estas comunidades laicas y religiosas, el pan y el vino se disfrutaba entre todos.

Las familias viticultoras fueron esmerándose en conseguir mejores cosechas cada vez. Sabían que el vino de mérito, el que daba gusto y orgullo beberlo, provenía de su trabajo con las vides. Por lo tanto, las familias que podían presumir sus vinos eran las que se dedicaban en cuerpo y alma a la labranza.

…las familias que podían presumir sus vinos eran las que se dedicaban en cuerpo y alma a la labranza

Cada miembro del clan colaboraba en uno de los procesos de la viticultura. Ayuntando la tierra, podando los sarmientos, vendimiando la uva, pisándola o bien llevándola al convento para que ahí se elaborara el vino. Se guardaba en toneles o en grandes tinajas como reserva para todo un año o más, pues no se sabía si el año siguiente se contaría con el favor de una buena cosecha que alcanzara para alimentar a todos.

Si el vino del año se bebía en la primavera siguiente, éste recordaba al sabor jugoso y carnoso de los racimos de uvas antes de la vendimia. Conforme avanzaba el año, el vino desprendía un aroma a leño seco y su sabor era muy reconfortante sobre todo en los meses de la nueva vendimia, en que todos regresaban a casa muy cansados por las faenas en la viña.

Llegado el frío invernal, las familias se reunían en las modestas cocinas para aprovechar el calor del fogón y el caldero del puchero. La baja temperatura enfriaba el vino e impedía disfrutar de los sabores y aromas  a los que estaban acostumbrados meses atrás. Se bebía y en general se percibía un sabor seco y ácido que desconcertaba a la mayoría.

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Aunque lo producían familias que vivían en los alrededores, el vino se guardaba en barricas dentro de los monasterios. // Foto: Especial.

Eran las personas mayores quienes apreciaban este vino, que paladeaban a lo largo del toda una tarde con total parsimonia. Reposaban el vaso en sus manos para conferirle un poco de calor que abría los aromas.

Entonces aparecían los olores al humo de la leña ardiendo, tostado como el de las castañas que algunas mujeres asaban al fuego. Venían a la memoria los aromas de recuerdos sensoriales de una vida dedicada a labrar la tierra. El aroma a hojarasca pisada de los bosques, a la tierra humedecida con las primeras gotas de lluvia, a la misma tierra mojada con el deshielo de los últimos días del invierno, incluso a la sangre de un chuletón de res asado y a la cecina ahumada que llevaban como almuerzo en su zurrón a la viña.

Algunos conservaban los restos de estos caldos para beberlos nuevamente en el invierno siguiente

Algunos conservaban los restos de estos caldos para beberlos nuevamente en el invierno siguiente, si Dios prestaba vida. En esos vinos viejos, el misterio del recuerdo era todavía más poderoso. Al beberlos, las evocaciones sensoriales se transformaban para pasar a la memoria de las vivencias del catador: la pimienta y la canela del mercado de Toledo que una vez habían visitado. El cuero de la cantimplora escurrida de vino cuando de niño acompañaban a su padre por la viña trepados en un burro. El día en que habían rozado la mano de esa muchacha al coger un mismo racimo de uvas en la viña, y que se habían sentado a compartirlo en un momento de descanso.

Las pasas de un sarmiento caído semanas atrás, descubierto la mañana de San Juan en la que el rey había convocado a los fueros. El sabor del vino bebido el día del funeral de su padre. El retrogusto a vino en la hostia de la última misa del domingo de ramos, apenas pasado meses atrás. Desde ese entonces, el vino castellano se sincroniza con el transcurrir del tiempo entre los hombres y los ciclos de la vida en la naturaleza y el cosmos.

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*Rodrigo Llanes es chef de El Jolgorio e historiador por la Universidad Nacional Autónoma de México.