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Mi primera vez... en Pujol

Por Animal Gourmet

2003

Así perdí mi virginidad.

En la vida había visto una mujer desnuda, al menos no una con la que estuviera en el mismo lugar físicamente. Mentalmente repasaba las posiciones sexuales aprendidas en cintas porno; en orden alfabético, las del nombre de objetos inanimados o de integrantes del reino animal. Dejaba para después aquellas que requerirían un grado de destreza superior y que alguien que apenas estaba por iniciarse en las artes amatorias no podía intentar siquiera. Modo ‘hardcore’. Literalmente.

El momento inesperado estaba planeado. La llamaría desde casa de un familiar que, casualmente, estaba fuera de la ciudad. Los preservativos escondidos pero, curiosamente, a la mano. Las luces bajas y la cachondería altísima. Había esperado este momento desde hace tiempo.

Ni bien comenzó, todo acabó. El paso que me habría de convertir en un hombre fue más bien un traspié. La mueca de satisfacción y sobradez que debía tener era, bajo el más optimista de los ángulos, una mirada de desengaño.

—¿Es todo? ¿Así y ya? —preguntó mi entonces novia.

—Sí. —Respondí avergonzado y me quedé viendo el techo por largo tiempo.

2014

Casi 12 años después un escalofrío similar recorre mi columna. Iré a Pujol. Por primera vez comeré en el restaurante de Enrique Olvera, el macho alfa de la cocina mexicana.

El lugar es pequeño. No importa. En ruedo chico aprieta más el toro. Saco el pecho, meto la panza y me aviento con la más falsa cara de confianza.

Taco de langosta, chorizo y frijoles en tortilla de hoja santa de Pujol. // Foto: Animal Gourmet.

Taco de langosta, chorizo y frijoles en tortilla de hoja santa de Pujol. // Foto: Animal Gourmet.

Primero el coqueteo inocente, un raspado de hinojo con salicornia —esa alga babosa y gusto marino cuya existencia desconocía hasta hace dos semanas— borraja y lima; el toque salado de un beso para limpiar el paladar y aclarar las terminales nerviosas de tu cuerpo.

El segundo tiempo deja entrever tímidamente las intenciones. El bocol huasteco, la mini gordita de queso y sal de gusano que cruje en la boca, y el aguachile de chía —semilla que sólo consumo en una jarra de limón— que dilatan las pupilas; el remate llega con el elote con mayonesa de chicatana —esa hormiga culona que se deja ver el día de San Isidro— cuyo aroma destapa las fosas nasales con humo que quisieras morder; luego el chicharrón de col rizada que acelera el pulso.

El poro asado me incita a buscar más. Los escamoles revientan en la boca y se funden con la mayonesa de tuétano. Comienzas a meter la mano por debajo de la ropa y a sentir la respiración agitada en el cuello.

El pequeño ‘pornstar’ que todos llevamos dentro me anima…

Las intenciones son más claras. El mole verde de vegetales con espárragos, alcachofas y coliflor marca el inicio de las hostilidades en la alcoba. Estoy próximo a llegar al punto de no retorno y una marca esmeralda sobre el plato es la única señal de advertencia. Me asusta, sí, pero también me gusta.

Recuerdo todo lo que sabía hasta ahora y repaso de nuevo lo que me dijeron. No esperaba el taco de langosta que saboreaba dos veces: la primera al morderlo y una más al exhalar con aliento a hoja santa. Insinuaciones subidas de tono. Toqueteos indecentes. El corazón comienza a bombear sangre rápido y sin control.

Con más prisa que gracia me desnudo. Admiro la piel dorada y brillante de un cubo de panza de cerdo frita. Toda esa carne rosada y la jugosa grasa es tan atractiva y excitante que no puedo resistir la tentación de tocarla. Me lanzo sobre ella dispuesto a devorar todo de un solo bocado.

—¡Bien, campeón! —El pequeño ‘pornstar’ que todos llevamos dentro me anima y tortilla en mano dejo salir mis instintos más básicos.

Este es el momento. Estoy a punto de perder mi virginidad culinaria. Hoy es el primer día de un nuevo hombre.

El famoso mole madre de Enrique Olvera llega a la mesa. Un charco de salsa café con un manchón concéntrico más de marrón claro. Primero la punta.

La sensual panza de cerdo frita con verdolagas y puré de alubias ahumadas. Pornográfico. // Foto: Animal Gourmet.

La sensual panza de cerdo frita con verdolagas y puré de alubias ahumadas. Pornográfico. // Foto: Animal Gourmet.

Con arrebato saco una tortilla y la arrastro sobre el plato. Debo olerlo y probarlo. Ante la duda comienzo de nuevo para identificar sabores, matices y texturas. Inhalo y saboreo tratando de distinguir ese sabor de mole cocinándose durante un año reuniendo fuerzas para que hoy, un fulano con paladar de canasta básica le hiciera el amor. Imposible; no concibo el mole sin una pierna de pollo o un cucharada de arroz a la mexicana. No estoy listo.

Me esfuerzo pero no puedo. Termino y la cabeza no me explota como me contaron, no encojo los dedos de los pies estirando cada músculo de mis piernas como había visto. Estoy avergonzado.

Llega un helado de limón con gelatina de yogurt y frutas para bajar la temperatura. Sabe a gloria pero me parece un premio de consolación. Ahora sé cómo se siente un atleta que se esforzó tanto en llegar a los Olímpicos y ni siquiera calificó a la final por la medalla de oro.

De postre final recibo un tierno abrazo de ciruela con crema de vainilla y pan de elote que me sabe a pura condescendencia, me apena y bajo la mirada. No lo merezco. Tuve la oportunidad y la dejé ir.

La primera vez siempre es la peor.

Ciruelas con crema de vainilla y limón acompañadas pastel de elote. El sabor de la condescendencia. // Foto: Animal Gourmet.

Ciruelas con crema de vainilla y limón acompañadas pastel de elote. El sabor de la condescendencia. // Foto: Animal Gourmet.

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*Nota del autor: Este texto fue escrito como parte del taller de periodismo “De qué hablamos cuando hablamos de gastronomía” organizado por Mesamérica y la Secretaría de Educación del DF e impartido por Julio Villanueva Chang y Martín Caparrós del 12 al 16 de mayo de 2014.