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Apología del cerdo, el animal del que se aprovecha todo

Por Mayra Zepeda

Cebón, chancho, chocho, cochinillo, cochino, coche, cuche, cuino, gocho, gorrín, gorrino, gruñete, guarro, lechón, marrano, porquezuelo, puerco, suido, tocino, verraco, verriondo y verrón son solo algunas de las diversas formas de referirse al cerdo en la lengua española. Esta cantidad de sinónimos es, sin duda, reflejo de lo importante que es este gordito animal rosado para nuestra cultura.

No cabe duda que el cerdo es uno de los animales domésticos más útiles para el ser humano. De él se aprovecha todo, desde las orejas hasta las pezuñas. Dicen, además, que es una bestia sumamente inteligente y, de no ser por su forma choncha y chaparrita que le impide voltear al cielo, bien podría ser entrenado como se entrena a los chimpancés.

En muchos ámbitos, el cerdo resulta utilizable y provechoso, como es el caso de la medicina, porque su anatomía es muy similar a la humana. Mucho hemos oído hablar de «injertos de piel de cochino» o de experimentos en los que se utiliza «hipófisis o páncreas de cerdo», por poner solo un ejemplo.

El que se use hasta la última de sus partes no le impide ser vilipendiado. Tan es así que su nombre es adjetivo para definir deleznables cualidades y esto ocurre en gran cantidad de lenguas y países. Las personas sucias no pueden ser sino unas puercas, cochinas o marranas y su casa no es otra cosa que una pocilga, un chiquero o —si se tiene ascendencia española— una zahúrda. Cualquier cosa chueca es una cochinada y quien la hace, un cerdo. Quienes comen sin educación son y siempre serán unos puercos.

Esta valoración no impide que existan casos como el de Butch y Sundance, dos cochinitos ingleses que, tras fugarse del matadero poco antes de ser sacrificados, fueron indultados; o que Suede, uno de los grupos pop más cotizados, encaramase hace algunos años su «We are the pigs» a los primeros puestos de las listas británicas.

Los cuentos y cómics son un caldo de cultivo para los cerdos. Los tres cochinitos es la más divulgada de todas las historias, recogida y reinterpretada por Walt Disney, lo mismo que la canción de Cri-Cri, en donde el más pequeño de los tres era un «cochinito lindo y cortés».

De manera recurrente, los cerdos alcanzan la categoría de héroes, como Miss Piggy, la de los Muppets, o el famosísimo Porky, quien debutó en el lejano 1941 junto al conejo Bugs Bunny con un tartamudeo —original y en el doblaje— que aún hace reír a muchos, y más recientemente Babe, el puerquito valiente. Por su parte, en la publicidad, cada vez más, los medios usan la figura del cerdo para anunciar desde entidades bancarias hasta casas de interés social.

«No era un cerdo, pero casi: Adonis, el mito griego de la belleza más perfecta, murió por las tarascadas de un jabalí, representación de la fealdad. Síntesis de la renovación de la vida, los antiguos griegos representaban al héroe con la contundente cabeza de un puerco salvaje. A mucha distancia de tiempo, espacio y cultura, en la mitología escandinava, el Valhalla narra la existencia del feroz Saerhrimnir, un jabalí que vuelve a la vida para ser cazado por los héroes nórdicos y cumplir los ciclos de la vida. Pero no hace falta irse tan atrás para encontrar a marranos inmortales. En Rebelión en la granja de George Orwell, Napoleón, el cochino, personifica todo lo que de malo y cruel tiene el hombre, y un inolvidable cerdo blanco protagoniza La muerte de la temporada de trufas, un relato de Patricia Highsmith en el que la ignorancia animal de unos seres humanos es controlada por la voluntad de un intrigante puerco.

En Oriente, el cerdo se asocia a los ciclos de la vida y es señal de buenos augurios. La cultura melanesia de Malekula representa a los dioses benignos con largos colmillos blancos, similares al jabalí. Su color blanco y su forma curva es la imagen de la luna creciente, símbolo de la vida tras la muerte. La rueda budista de la existencia representa con el cerdo la ignorancia y su papel es vincular al hombre con el deseo carnal».

Muestra de la evidente preponderancia del puerco en la cultura hispánica son algunos refranes o dichos en los que el choncho hace de las suyas: como aquel de los gallegos que dice: «non haipexecomo o porco» —no hay pescado como el cerdo—, el tan conocido: «no arrojes margaritas a los puercos», el muy atinado de «carne de cochino pide vino», el existencial que dice: «quien nace lechón, muere cochino» y, por último, el muy mexicano: «aquí fue donde la puerca torció el rabo».

Pero lo más preciado de ese verrondo animal es su carne, pieza fundamental de la cultura culinaria de muchos países. En especial, el cerdo es todo un ícono en la cocina española, que mezclada con las cocinas aborígenes de diferentes partes de América, lo heredó a la vida diaria y a la cocina de casi todos los países de Hispanoamérica, entre ellos México.

El cerdo tiene una carne casi blanca —a veces sonrosada— la cual encuentra lugar en casi cualquier preparación; si a esto le sumamos elementos, como las variedades que resultan de procesar su piel, su grasa y las alternativas de preparación, el resultado es una gama muy atractiva de sabores. Algunos más, algunos menos, conviene reconocer la variedad de gustos ofrecidos por el cerdo, de ahí su éxito en el área del mundo no prejuiciada.

Recordemos: el jamón —serrano, sobre todo, o ibérico, mucho mejor—, el lomo de cerdo, la longaniza, las butifarras, las salchichas, las morcillas de cebolla o arroz, la sobrasada, los diferentes chorizos —Cantimpalo, Pamplona, Salamanca—, el tocino ahumado, el tocino blanco y salado, las manitas de cerdo, el lomo, el salami, las carnitas, los tacos al pastor, las chuletas ahumadas, las tortas de pierna, el frijol con puerco, el pozole, los tamales, el chicharrón, el espinazo en verdolagas, las patitas en vinagre, los cueritos, las chalupitas, el pipián, las gorditas de chicharrón, el picadillo, los chiles rellenos, la cochinita pibil y muchas otras delicias hechas de puerco o, en donde él, es el principal protagonista.

Dentro de los innumerables productos porcinos, algunos alcanzan las cotizadas denominaciones de origen, como los jamones de jabugo, evaluados en varios miles de pesos y que tienen una denominación de origen muy específica debido a la estricta crianza de los cerdos, que son alimentados con bellotas, trufas y otras exquisiteces.

Durante la Edad Media, el mundo quedó partido en dos por una especie de telón de cerdo. Del lado de allá, estaban el islam y el judaísmo, que consideraban al cerdo como un animal impuro —siguiendo la tradición bíblica de no comer animales de pezuña dividida—. Del lado de acá, la cristiandad, que veía en el cerdo el animal más sustancioso y útil culinariamente.

No es de extrañar que durante siglos, debido a la Inquisición que promovieron los Reyes Católicos, el añadir un poco de carne de cerdo a una comida sirviera para diferenciar a los cristianos de los musulmanes y judíos. Así, el tocino era como una señal de la cruz gastronómica y un símbolo de «cristiano viejo». Gracias a esto, nació el cocido, que era la adafina judía a la que se añadió carne de puerco —a veces «no hay mal que por bien no venga», nos dice Luis Marcet.

Hay un piropo popular sevillano que data desde aquella época y deja ver qué tan apreciado era el cerdo. Ese piropo se sigue usando en nuestros días y es ése en el que a una mujer bella se le grita: «Estás hecha un cerdo… porque no se te desperdicia nada».

Los cerdos muchas veces han sido señores de la cocina y señores de las calles, ya que deambulaban por todas partes como Pedro por su casa, como aún ahora en algunos barrios de Acapulco, y por culpa de un marranete, el príncipe heredero del rey Luis «El Gordo», de Francia, tropezó y se cayó de su caballo —el infante se rompió la crisma; a partir de entonces se prohibió en París su libre circulación.