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San Juan Pantitlán: el barrio más 'sangriento' de la CDMX

Por Rogelio Velázquez // Munchies en Español (@MunchiesES)

Circulo sobre el Periférico y cruzo la Calzada Ignacio Zaragoza, al oriente de la Ciudad de México. Son casi las seis de la mañana cuando los autos se detienen de golpe y un desagradable olor a fierro penetra mis fosas nasales. Me doy cuenta que el fétido aroma es producto de la sangre que está alrededor. Es San Juan, el barrio más sangriento de la CDMX.

Unos metros adelante veo cientos de cuerpos de reses muertas, recién rasuradas, chorreando, apretadas unas contra otras, colgadas de ganchos. Las gotas que caen alimentan un charco formado hace horas que sigue creciendo. Algunos pasan sin notarlo, lo pisan y se impregna en las botas de las personas que caminan apresuradas al lado de moscas que se amontonan entre desperdicios. Nadie se preocupa por espantar a los bichos que reposan en las cabezas decapitadas de los bueyes, vacas y cerdos que se exhiben.

Por todos lados relucen cuchillos, pica hielos, machetes y sierras, herramientas utilizadas por jóvenes vestidos con batas blancas que muestran manchas rojas. Todos calzan botas de caucho y la mayoría usan pantalón de mezclilla, también manchados. Son un ejército de cortadores, desmenuzadores y cargadores de animales mutilados.

Continúo el lento camino y escucho el soundtrack del barrio que cambia bruscamente a medida que me interno en él. Del lado izquierdo suena una salsa de Maelo Ruiz, del derecho una cumbia de Aniceto Molina, luego el ska de Panteón Rococó, “Love Reaction” de Divine, “A ella” del Poder del Norte, “Every Breath You Take” de The Police, “Muñequita Sintética” de El Haragán y Cia y “I’m still in love with you” con Sean Paul. 

San Juan Pantitlán se encuentra en la frontera que forman las delegaciones Iztapalapa, Iztacalco y el municipio de Nezahualcóyotl. Aquí se encuentra uno de los mercados de carne más grandes de la ciudad. Todos los días, desde las dos de la mañana, cientos de trabajadores llegan a la zona para cubrir turnos de ocho horas y atender a los clientes que de madrugada se surten de todo tipo de cortes: Arrachera, Rib eye, Sirloin, T-bone, Back Rib, Steak House o Bisteck. Y todo tipo de extremidades de animales: pierna, lomo, cola de res, costilla, oreja, trompa, patas de puerco y visceras (corazón, hígado, riñón). Nada se desperdicia, hasta la piel del puerco se convierte en chicharrón. También se venden jitomates, cebollas, chiles, lechugas, rábanos y maíz pozolero. Además de cazos para cocinar, parrillas, coladeras, anafres, cucharones, vaporeras y tablas para picar la carne.

Hace casi 60 años los vecinos de las colonias Juaréz Pantitlán, Agricola Pantitlán y Juan Escutia vieron nacer a este gran mercado de carne que ahora abarca a buena parte de ellas. Al inicio eran unos cuantos puestos los que ofrecían sus productos al lado del Anillo Periférico, que a esta altura se le conoce como Calle 7. La gente que acudía a comprar vivía en los barrios aledaños. Hoy llegan de todos los puntos de la CDMX e incluso de otras ciudades. En palabras de los propios comerciantes, hay 870 locales que diariamente venden carne y sus derivados, a través de una red de negocios que se extiende por al menos 15 calles.

 Entrar a este barrio a pie también es complicado. Hay una serie de callejones que conectan a la CDMX con el Estado de México, otras calles son cerradas, otras más es casi imposible caminarlas sin botas por lo resbaladizo que resultan los charcos de sangre y lo fastidioso que es ir esquivando los autos que, desesperados, intentan avanzar. Todo eso mientras tratas de no chocar con una res ensangrentada cada tres metros y al mismo tiempo no pegarte demasiado a las mesas de aluminio donde los trabajadores cortan apresurados kilos y kilos de carne con filosos instrumentos que son movidos tan mecánicamente que parecen ser parte de su cuerpo.

“Aquí el perico no es vicio, es oficio”, me dice uno de los comerciantes para explicar que la droga se mueve duro en la zona, pero no por un problema de adición, si no por un problema de condición. Deben de consumir regularmente algunos gramos de cocaína para soportar el esfuerzo físico de cargar reses que pueden pesar casi 200 kilos. En una noche, entre tres personas, pueden bajar hasta 25 reses de ese peso.

—¿Crees que pueda tomar algunas fotos?—, le pregunto a otro.

—Déjame ver, carnal. Es que luego son bien desconfiados—, y avanza. —Mmm… Ellos no quisieron, vámonos—, me dice. Metros después me explica que se han registrado asaltos contra locatarios y clientes en la zona y les resulta incómodo y arriesgado ser fotografiados.

—¿Vamos a otro local?—, pregunto.

 —Mira aquí sí se puede.

—¿Para qué son las fotos?—, me preguntan.

—Para una página—, respondo.

—¿Para una página porno?—, pregunta un trabajador y todos sueltan una carcajada. —Órale, pinche Rayo McQueen, posa para la cámara, es tu oportunidad de ser famoso.

Lejos de ahí, un trabajador me comenta que el barrio, a pesar de la mala fama que tiene, no es tan peligroso. Me dice que visualmente impacta su estética, pero que entre ellos se cuidan y cuidan a los clientes. “Aunque muchos no son de aquí —vienen a trabajar de otros estados como Veracruz o de los municipios más alejados del Estado de México—, tratamos de que la zona esté tranquila. A nadie le conviene que haya delincuencia”.

La gente de este barrio no hace diferencia entre los que viven en una u otra colonia, todos son Sanjuaneros. Incluso afirman que sienten como propia la canción de “En mi viejo San Juan”, compuesta por Noel Estrada en honor a San Juan de Puerto Rico, y popularizada por Javier Solís. Cuando un Sanjuanero fallece, sobre todo los más grandes, es común que suene esa canción en su velorio.

Más allá de las carnicerías que adornan la zona, San Juan es un barrio sonidero que gusta de la lucha libre. A mitad de los años 70 fue el boom de las fiestas sonideras que organizaba Pepe El Barbitas con la música de su Sonido Maraye. Cumbias como el “Negro José”, la de “las fichitas”, “Chambacú” o la clásica “Cumbia de los pajaritos” hacían vibrar los vidrios de las casas aledañas al sonido. Ahora, cada 24 de junio, día de San Juan, los vecinos celebran al santo mediante una gran verbena popular: colocan hasta cuatro escenarios en distintas calles con grupos en vivo o sonideros.

Sobre la avenida José del Pilar, una de las principales, se encuentra la Arena San Juan, donde han luchado estrellas mexicanas de la lucha libre como La Parka, Octagón y Máscara Sagrada. Hace años, los propietarios de la Arena sacaban el ring a la calle y decenas de niños se subían a pelear como sus ídolos de la Triple AAA, mientras la cumbia sonaba en el fondo. Nada más sanjuanero que eso.

Es casi medio día. La venta del día ya casi está por terminar. Me despido de los trabajadores. La gente que durante la madrugada vendió tortas, quesadillas, sandwiches, tacos, café, cerveza y té con chorros de destilado de caña cierra sus negocios. Me alejo intentando no resbalarme o tropezar con las cajas de plástico llenas de patas de cerdo o chocar con alguna de las carretillas que circulan de prisa.

La pesada jornada laboral ha llegado a su fin. El sol seca la sangre sobre el asfalto, las moscas no se van, el calor incrementa el aroma de la carne seca. Algunos se quedan a echar una chela o un taco al lado de las reses que se desangran, unos se deben de quedar hasta que terminen de limpiar, para otros es hora de dormir. San Juan se despierta temprano.