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Ajolotada, el escurridizo platillo poblano

Por Animal Gourmet

Roger Bartra tiene razón: el ajolote es un ser minuciosa, espectacular y extrañamente representativo de lo mexicano. En el mercado 5 de mayo, en pleno centro de la ciudad que Puebla, que se autoproclama diseñada por los arcángeles, existe una manera de caminar con Bartra sin citas previas.

Cuando un mercado popular tiene casi 50 locales de vísceras de res, cerdo y pollo de extraordinaria calidad, es sinónimo inequívoco de que la gastronomía del entorno es avanzada y compleja. Toneladas de chiles secos y pilas de casi dos metros de altura de barbacoa de borrego de diversas partes del estado son el interior de un tumultuoso, ordenado y limpio establecimiento.

Pero el inmueble sólo es un marco referencial, una introducción. La verdadera acción sucede afuera, sobre las banquetas y casi toda la calle. Cuando las sociedades construyen ciudades sobre ríos, éstos siempre encuentran su cauce y en el México popular, con los mercados sobre ruedas o tianguis pasa exactamente lo mismo.

Mesas que no pasan los 20 centímetros de alto, cubetas, hieleras, manteles de plástico, rejillas o cualquier utensilio sirve para disponer mercancía fresca, hierbas de olor, carnes, pescados, camarones y verduras, y convertirse así en un negocio activo.

Locales armados al vapor que no exceden el metro y medio cuadrado de superficie se convierten en intrincados restaurantes de servicio permanente y por una de las puertas principales del mercado, debajo de las escaleras que llevan al segundo piso del edificio, una improvisada cocina se erige con apariencia inocente.

Abajo, en una olla escondida, los ajolotes nadaban en caldo con cebolla. // Foto: Lalo Plascencia.

Abajo, en una olla escondida, los ajolotes nadaban en caldo con cebolla. // Foto: Lalo Plascencia.

Las cazuelas y cucharas son de peltre; los anafres se alimentan con carbón. Un festín visual. Los inofensivos chiles rellenos y pechugas de pollo hervidas convivían con guisos de mayor talante: moronga frita con chiles, mollejas de pollo con verduras y una cazuela con quelites en salsa roja. Se adviertía el final de la inocencia.

En una orilla, alejada de la vista pública, una ollita de peltre con su tapa y cubierta con un paño rojo ligeramente húmedo. En un negocio que vive de la exhibición de platillos, aquel que se reserva de las miradas convencionales es el arma secreta de las cocineras.

Siempre he creído que la investigación gastronómica se construye con momentos, circunstancias fugaces que se resuelven con miradas entre el investigador y el investigado. Y para los dos primeros minutos de mi presencia, la cocinera supo que había advertido la ollita tapada.

Los primeros cinco segundos de miradas silenciosas sirven para establecer confianza, alguien tiene que ceder y preguntar. La información se revela por sí misma al que sabe esperar. Ella me vio, yo la miré; nos vimos en conciencia tres segundos. Bajó la mirada y reveló en voz baja, casi murmurando: “¿Ya ha probado el ajolote, joven?”, me dijo como tratando de que las palabras se las llevara el poco viento que soplaba esa tarde.

“¿Ya ha probado el ajolote, joven?”, me dijo como tratando de que las palabras se las llevara el poco viento

¡Eureka!, eso era, el trapo rojo cubría ajolote. Los cinco segundos que tardé en contestarle los ocupé para imaginar cómo estarían preparados, de dónde los traerían, incluso de qué tamaño estarían para que se disimularan en una olla de no más de 20 centímetros de diámetro.

“Sí pero hace mucho tiempo y ya no me acuerdo”, le contesté. “El plato cuesta 70 pesos y es una pieza”, me dijo como iniciando un reto. “Pues deme uno para que lo pruebe”, acepté el reto.

-Si quiere verlos vivos están ahí abajo -me devolvió la estocada-.

El plato de ajolotada, con una pieza de carne, cuesta 70 pesos. // Foto: Lalo Plascencia.

El plato de ajolotada, con una pieza de carne, cuesta 70 pesos. // Foto: Lalo Plascencia.

Y mi cara de gusto cual niño al encontrar el juguete prometido ahorró mi respuesta. Sabía que jamás podría vencerla.

Reveló la secrecía de la ollita, tomó otra cazuela y vertió dos cucharones de caldo de cocción y en el tercero sacó un bichito de no más de 15 centímetros de largo, totalmente blanco desollado por la cocción en agua, y de no ser porque tenía en mi mente la imagen del ajolote vivo pudo haber pasado por cualquier cosa menos por aquel prehistórico animal.

Mientras el guiso se calentaba sobre el carbón, tuve mi segundo encuentro con un ajolote vivo. El primero fue hace tres años en un criadero del muy serrano y poblano Chignahuapan, en donde alcanzan tamaños similares a las iguanas verdes o negras y después se reparten entre los pobladores de la sierra de Puebla para disminuir los riesgos de extinción del animal oriundo de la zona.

Pero los que tenía frente a mi eran muy pequeños. No más de 20 centímetros, pequeñitos, indefensos, suaves al tacto, ligeramente viscosos y con una extrañísima forma que parecía más extraterrestre que poblana.

Un plato con el animalito sumergido en casi dos tazas de viscoso y muy proteínico caldo, guarnición de chiles verdes frescos y cebolla picados, tortillas, un refresco de durazno de la marca Joya y una serie de prejuicios motivados por el aroma pantanoso del caldo se disponían a la mesa para comenzar el banquete.

Animal que parece lagarto, de textura gomosa, de carne similar a la del pescado fresco hervido, de aroma a ciénega y un líquido de cocción que parecía gelatina diluida a punto de cuajar son motivos suficientes para darle la razón a Bartra: El ajolote podría pertenecer a cualquier reino animal, pero es un reino en sí mismo. Roger siempre tuvo la razón.

El sabor de la carne es sinceramente delicado, pero la textura y bocado del caldo son comprobación de que su consumo sí fue provechoso en las sociedades prehispánicas por su altísimo contenido de colágeno. Con mi boca pegajosa era momento del bocado principal -como en cualquier animal cocinado completo- la cabeza. Una mordida fue suficiente para extraer todo el sabor y abandonar la encomienda.

Una mordida fue suficiente para extraer todo el sabor y abandonar la encomienda

Reto cumplido, ajolote terminado. La cocinera que inició la pugna despareció del local y le dio paso a una compañera que disfrutó de mi rostro cuando contemplaba los restos del animal devorado. Bartra en mi mente. Su Jaula de la melancolía y la ajolotada se me resolvieron en la cabeza tras haber probado el motivo de sus reflexiones. Lo mexicano parecía resolverse, y yo me lo había bebido en forma de caldo de axolote.

Entonces este animal se convirtió en bandera, inolvidable e inmejorable experiencia. Un motor de dudas que confirma la necesidad por continuar la exploración de la cocina mexicana desde el fondo, desde una raíz que cuesta trabajo desenterrar, desde un elemento culinario que revela y desvela al mexicano en su profundidad e inmensidad, en su complejidad y contradicción, en su pasado y futuro insoluto. En su confusión y conmoción dispuesta a resolverse un día a fuerza de cocinar a fuego lento o vivo a ese ajolote que espera, que siempre ha esperado, que muere paciente por ser cocina

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*Lalo Plascencia, cocinero de formación, es un investigador gastronómico mexicano y conferencista sobre gastronomía. http://www.nacionalismogastronomico.com