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Queso y quelites, un matrimonio extraordinario

Por María del Carmen Castillo Cisneros

Crecí en la Angelópolis, una ciudad que en los años ochenta me permitió ver cada mañana los mismos dos volcanes a mano izquierda y una imponente Malinche de frente. Siempre estuvieron ahí, puntuales para guiar mi trayecto a la escuela montada en la parte delantera de aquella combi color beige que mi padre conducía haciendo paradas continuas para dejar a cada uno de los niños del barrio que por aquel entonces repartía.

Una vez que todos estábamos abordo, comenzaba, como buen poblano que es, con la letanía de rezos sin importarle si todos los vecinos compartían creencias, dogmas o actos de fe.  Se arrancaba con el “padrenuestro” que todos coreábamos al unísono mientras cada chamaquito quién sabe qué cosas tendría en la mente.

A mí por ejemplo, me daba por cuestionar la vida de los volcanes. A veces me caían un poco mal porque nunca pude ganarles en despertar antes, cada que salía ahí estaban, bien estirados y en ocasiones con un copete de nieve que los hacía lucir más elegantes, o sea, que para colmo iban mejor peinados que yo.

Otra cosa que me intrigaba era el porqué, si estaban cubiertos de tierra y árboles, a lo lejos se veían azules, grises en los días nublados y de cuando en cuando espolvoreados con azúcar glass.  ¿Dónde quedaban el café y el verde, dónde?

Mi primer recuerdo del mercado del Carmen, en la colonia del mismo nombre en Puebla, viene de la mano de Lola. No hubo día mientras ella vivió en casa de mis abuelos, que no lo visitara. Toda una peña de amigos la conocía en aquel lugar donde mercaba víveres, intercambiaba hierbas y vendía las violetas que tan bien se le daban en la esquina iluminada de la cocina que aún atesora sus secretos.

En ese mercado con el que comparto nombre de pila, enfiladas tras grandes vitrinas mis ojos, a muy temprana edad, descubrieron las cemitas y seguramente pedí a Lola me cargará para ver esos pedazos de pan redondos y atiborrados, coronados de quesillo y una olorosa hierba verde que se desbordaba.

Ahí estaban, frente a mí, los pequeños volcancitos que me daban los colores que me faltaban y sobretodo ese olor inconfundible que marcaría mi olfato y paladar para siempre: el pápalo quelite.

El pápalo quelite, papaloquelite, papaloquilitl, del náhuatl papálotl (mariposa) y quilitil (hierba comestible) por tanto, hierba de mariposa (por la forma de la hoja), es una de las tantas variedades de quelites o hierbas que se comen en nuestro país. Es muy oloroso, de gusto particular y hojas redondas. Su aroma y sabor intenso ha sido odiado por muchos o elogiado por tantos otros desde la época prehispánica. Se come en estado tierno, fresco, bien lavado y crudo. Acompaña los tacos de suadero y las muy poblanas cemitas. De estas últimas se dice que: “cemita sin pápalo no es cemita” sentencia que muchas veces he dicho y que sostengo como abanderada quelitera que soy.

Y es que lo siento, pero nunca comí cemita sin pápalo; desde niña, la combinación de ese pan especial tapizado de aguacate, lonchas de queso fresco, quesillo deshebrado, cebolla cruda, tiras de chipotle endulzado en piloncillo y hojas de pápalo me cautivó. Ese inconfundible sabor de la hierba de mariposa, que además, a horas de haberla ingerido se sigue recordando,  me sigue provocando una cierta sensación de estar en casa.

Pero pareciera que entre Puebla y Oaxaca, los caminos a casa se me cruzaron un día y el paladar de pronto no distinguió el cronotopo chapulinero en el que me encontraba cuando por vez primera probé el chepiche.

Chepiche, el primo oaxaqueño

Las tlayudas se acompaña con chepiche, un primo oaxaqueño del pápalo quelite. // Foto: Especial.

Las tlayudas se acompaña con chepiche, un primo oaxaqueño del pápalo quelite. // Foto: Especial.

Había comido infinidad de veces las famosas tlayudas en la ciudad de Oaxaca, desde las populares que alimentan a los trasnochados en aquella calle de los Libres, como las de otros puestos y locales del centro y los alrededores del mercado. Sin embargo, no conocía las “tlayudas del río”.

A orillas de un Atoyac otrora cristalino y de aguas corrientes ahí por el rumbo de San Jacinto Amilpas, se enfilan unas cinco cenadurías que ofrecen tlayudas. Con asiento, sin él, con carnes varias o sin ellas y acompañadas no de salsa ni de guacamole. Las “del río”, vienen con especial guarnición, una tira de guajes, chiles de agua asados y marinados con sal y limón y una ramita simpática, espigada y que parece un cacho de pasto en el plato: el chepiche.

“Estas sí son tlayudas” me dije,  mientras masticaba el chepiche crudo y fresco, que fusionado con la primer mordida del manjar local por excelencia puso a revolotear las mariposas (de las otras) en mi barriga. Supe entonces que aquella hierba que digería lentamente tendría que ser la pariente oaxaqueña del pápalo. El carácter, el sabor y el aroma daban aires de familia, resabios mesoamericanos difíciles de eludir.

El chepiche, primo silvestre, esbelto y alargado también llamado pipisa, tepicha, pápalo delgado, pipitza, pipicha, pepicha, tepicha o escobeta, crece a orillas de los ríos cuando la humedad entra al campo y al igual que el pápalo, su primo “pipope”, acompaña como condimento fresco ciertas comidas. Generalmente se pone un ramo en un poco de agua sobre las mesas oaxaqueñas y la gente va arrancando las hojas para combinarlo con la tortilla, los frijoles y guisos tradicionales.

Me sigue intrigando el azul que no verde de los volcanes, aunque ya no los veo tan seguido como antes. Ahora mi camino al trabajo, que es a pie, tiene por acompañante lateral izquierdo una montaña de verdes cambiantes.

El otro día mientras caminaba, volvieron a mí esos pensamientos de niña en donde me preguntaba: ¿Dónde habría sido el primer encuentro del pápalo con el quesillo o del chepiche con el quesillo? ¿En Puebla, en Oaxaca, en el volcán, en la montaña? ¿Quién había presentado a quién? ¿Quién los había sentado en la misma mesa?

Me contenté con saber que eran matrimonios exitosos, que el quesillo y el pápalo se instalaron en Puebla creando la gran familia de la “cema”, chepiche y quesillo, encima de una gran tortilla tomaron por hogar Oaxaca. Ambas familias constituyen día a día, con sus modificaciones, alimentos socorridos, excelsos y al alcance de muchos bolsillos.

El binomio queso-quelite llego para quedarse en mi ser, que es ya “pipoax” y que comerá hasta el fin de sus días cemitas con pápalo y tlayudas con chepiche mientras fantasea con historias de volcanes encopetados, verdes montañas, comidas y parajes en su andar.