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Las loncherías

Por Animal Gourmet

En las andanzas de los comensales callejeros, nadie podrá negar que, casi siempre, el qué supedita al dónde. Uno va a los tacos «de tal o cual esquina», a las quesadillas «de afuera de aquel mercado» o a las tortas de «don Fulano». Y en esta tónica de «El lugar» como definición de la experiencia gastronómica, le compartimos una reflexión acerca de uno de esos «templos de la comida» en vías de extinción.

¿Cómo es una lonchería?[1] O tal vez deberíamos decir: ¿cómo era? Recurro a la nostalgia porque los rasgos básicos que dan su carácter único a estos changarros se me han desdibujado en tiempos recientes; así que si a usted le acomoda, mejor sustituya todos los verbos en presente por un evocativo copretérito: era, había, tenían. Yo, por lo pronto y con un dejo de esperanza, utilizo el presente porque aún me resisto a su desaparición, y no dudo que por ahí sobreviva alguna auténtica «cápsula del tiempo».

La estampa clásica de una lonchería empieza por el lugar en que está instalada: una «accesoria» —es decir, un espacio de unos 20 metros cuadrados— que cuenta con una cortina metálica que da a la calle y abarca prácticamente la totalidad del frente del local, dejando como fachada el universo de la lonchería. Tiene además un toldo ajustable sobre el cual se leen nombres como La Moreliana, La Fe, El Charro, La Jalisciense, La Palma, La Estrella o Lonchería El Chato, todos con un espíritu de otros tiempos en los que el origen era motivo de orgullo y sinónimo de autenticidad.

El entorno

Adaptación del texto «Las loncherías», de Alejandro Velázquez, publicado en Del plato a la boca: disertaciones sobre la comida, Algarabía editorial. México: 2012.

Adaptación del texto «Las loncherías», de Alejandro Velázquez, publicado en Del plato a la boca: disertaciones sobre la comida, Algarabía editorial. México: 2012.

Parte fundamental del «sabor» en estos changarros es el ambiente, lo que los críticos de los restaurantes califican como l’ambiance. El protagonista es un mostrador detrás del que se elaboran las diferentes viandas que nos ocupan; éste tiene una vitrina con copete en la que, además de poder observar cómo se elabora todo lo que se sirve, se exhiben alteros de jamón rebanado, queso blanco, chorizo, huevos, milanesas sin freír, salchichas y pierna de cerdo, junto con una hilera de palanganas que contienen pata en escabeche, crema, cebolla y jitomate en rebanadas, salsa, chiles o rajas en vinagre, una montaña de teleras, otra de tostadas, aguacates y cientos de tacos enrollados previamente, acomodados como cigarros y listos para freírse.

En un extremo de este mostrador se encuentra una caseta para freír coronada por una campana de extracción hecha de lámina y conectada a un ducto que se extiende hasta la calle. Todo el conjunto —mostrador y caseta— solían ser de madera pintada de algún color muy vivo, con algunos detalles torneados, paneles entablerados y molduras hechas a mano —hoy las hacen con lámina y perfiles de aluminio, pero la configuración sigue siendo la misma.

Otro rasgo típico de las loncherías es su «decoración», que consta de repisas —unas tablas colocadas sobre ménsulas— en todo el perímetro del local, en las que se «exhiben» refrescos, paquetes de servilletas, latas de chiles, botellas de aceite y envases vacíos. Las paredes y el techo están pintados con esmalte o cubiertas con azulejos verdes o azules. El menú se encuentra rotulado con pincel sobre un pizarrón negro de lámina, con publicidad de alguna marca de refresco, en el que los precios se escriben con gis para poder actualizarlos con frecuencia.

El mobiliario, la «vajilla» y el personal

El rasgo más encantador de la lonchería es la instalación destinada a acomodar a los comensales; ésta se compone por una hilera de módulos de madera tipo pullman —asientos opuestos que comparten el respaldo— con una mesa suelta entre ellos, en la que caben hasta cuatro personas.

La «vajilla» consta de platos que, antes de la aparición de la melanina y el plástico, eran de peltre, siempre blancos y con una línea roja o azul en el borde, curiosamente pequeños para lo que se sirve: siempre sobresale la mitad de los tacos, y las tortas apenas dejan espacio para cogerlas. No hay cubiertos ni necesidad de ellos; lo único que hay en la mesa es un servilletero rotulado con alguna marca de refresco, una salsera con cuchara de peltre y un salero de plástico, a menudo con forma de jitomatito.

Las loncherías muchas veces están atendidas por tres o cuatro «muchachos», cuya procedencia de la región centro occidental del país es inconfundible, con camisas a cuadros de corte vaquero, muy buen humor y acento fuereño. Estos muchachos son muy compartidos con los comensales en cuanto a su ambientación musical: siempre habrá una estación de radio con música ranchera, norteña —o más recientemente de «banda»—, y no es raro que alguno de los del mostrador se «arranque» a cantar cuando suena alguna de sus favoritas. Todos usan delantal y los de las preparaciones portan un gorro, ambas prendas de algodón con bies rojo.

Finalmente, sólo queda hacerle una recomendación: cuando vea una lonchería no desaproveche la oportunidad; quién sabe, en una de ésas… la próxima vez los tacos podrían ser congelados o de microondas.

Así que yo aplicaría para las loncherías el mismo consejo que para ir a Venecia: dese prisa y aproveche que ahí están, porque no se sabe cuándo desaparecerán.

[1] Lugar donde se come; del inglés ‘lunch’, «almuerzo o comida».

 

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Adaptación del texto «Las loncherías», de Alejandro Velázquez, publicado en Del plato a la boca: disertaciones sobre la comida, Algarabía editorial. México: 2012.