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viñedo

El bouquet imaginario de los primeros vinos mexicanos

Por Animal Gourmet

Ya hemos mencionado que Hernán Cortés creó los primeros vinos del Nuevo Mundo. Sabemos por las crónicas que él producía vinos tintos y uno de solera al que llamó Jerez de Indias. La mayoría de los vinicultores novohispanos elaboraban con soleras añejas dos tipos de vino. El resultado, podemos imaginar, era fino y amable como un amontillado de notas punzantes.

¿Cómo sería una cata de este vino? ¿Cuál sería el sabor que nos daría en el primer sorbo? Se puede imaginar que el espíritu del vino evocaba el aire marino, pues se percibía en el gusto cierta salinidad. Seguramente a los conquistadores el primer sorbo les traía los recuerdos del adiós a España, la despedida de los padres, de las hermanas, de los abuelos. Salían de sus villas y tomaban el camino al sur, a Sevilla.

En la ruta se encontraban a primos y hermanos; juntos proseguían el recorrido. Las tierras albarizas nutrían viñedos viejos, y se podía ver a los labradores árabes cuidando de las viñas. Entre todos los aventureros compraban vino jerezano para distraer el hambre y la nostalgia. El porrón se vaciaba rápidamente. Había temor y expectativa por hacerse a la mar.

Finalmente llegaban a la ciudad del río Guadalquivir. Se alistaban en la Casa de la contratación, pagaban su matalotaje, compraban provisiones para todo el viaje y pertrechos de guerra y sartalejos de cuentas. Y todos gastaban su resto de dinero ahorrado en la fiesta de despedida.

Cuando se pregonaba la salida de las carabelas para el día siguiente, se armaba el jaleo en Triana. Concurrían los aventureros, los vividores, las altezas, las casquivanas, los cholos, los moriscos y hasta uno que otro cura disoluto. Con grandes piras para iluminar y dar calor, la gente bailaba y bebía. Se desarraigaba, lloraba y se dejaba llevar por un destino que era incierto.

El segundo sorbo era el mar. El vasto océano azul. Los delfines siguiendo a los barcos, las ballenas y los temerarios tiburones que acechaban. Era también la sed al mediodía. La ración de agua en la cubierta. Los bizcochos dulces y secos. Las frutas deshidratadas de su zurrón: albaricoques, uvas pasas rubias, higos, avellanas tostadas. También comían aceitunas gordas extremeñas. El Jerez los mareaba, pues recordaban el bamboleo de la mar.

El tercer trago era como llegar al puerto en alguna de las islas. Estar a salvo, en medio de la selva tropical con todo el futuro por delante. Así, el vino se dejaba resbalar, penetraba cada partícula de los cuerpos hasta dejarlos eufóricos: para ellos, la cosecha dorada era el sabor de la proeza cumplida.

El amontillado era todo sabor a Indias, a América. Su olor dulcificado recordaba a las piñas, chirimoyas y guayabas. La madera de las pipas en que habían hecho la solera dejaba un olor a chile tatemado, a cacahuates y semillas de girasol tostadas. La untuosidad del líquido era como los cuerpos de las indígenas: tersos, voluptuosos, amables.

Este vino se bebía con parsimonia y era color ámbar, incluso llegaba a ser anaranjado, como la cáscara de los tejocotes que llenaban los árboles de las huertas. Al beberlo se percibía el aroma a estos frutos, y a la melaza de caña de azúcar que por esos días se elaboraba en los trapiches de México.

Pero los indígenas también bebían satisfechos su vino. En secreto recordaban a su dios Quetzalcóatl. El Jerez de la cosecha dorada se debía a la estrella de la mañana, quien les había anticipado de los buenos tiempos por venir. Recordaban la historia antigua en la que Quetzalcóatl, el que nunca había escondido sus manos, sus pies, para obrar por el bien de los hombres y que en su vejez estaba en la ciudad de Tollan arruinado, pues ya no podía menearse, ya no tenía el poder de obrar por su pueblo. Y que los magos le habían aconsejado como remedio beber del líquido de las diosas madres, el pulque.

Pero el dios recién fortalecido se había ido al occidente, con la promesa de volver en el futuro. Ese momento había llegado después de muchos años. Y al igual que lunas atrás había enseñado a los hombres a sembrar el maíz, ahora había enseñado secretamente a cultivar las vides, de las que brotaba el jugo de la tierra que se transformaba con el sol hasta volverse amarillo y rojo, como los rayos del sol al amanecer.

Habían visto al tlacuache entre las vides. Con sus garras tomaba las uvas de los racimos. Se deleitaba, se contentaba con ello. Era Quetzalcóatl que había vuelto para vivir entre las viñas.

Las raíces de las vides penetraban al inframundo. Sus ramas como mecates giraban en sí mismas levantándose a los cielos, de donde recibían el influjo de lo celeste, del fuego azul. Brillaban las joyas en racimos. En el aroma del vino estaban las flores, las fragancias de la tierra. Las narices se henchían con gusto. Disfrutaban los olores, parecían abejas entre las xochitl.

Todo ello alegraba el corazón, lo hacía reír. Esa era la voluntad del cielo. En Anahuac volvía el dios del viento, el dios de la sabiduría a guiar al pueblo. ¿No se les antoja beber el Jerez de Indias? ¡Los espero!

TERROIR AMERICA 3