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Entre los paralelos 28 y 32

Por Animal Gourmet

¿Por qué me gusta esta tierra? Trato de analizar las razones “de profundis” —como dice mi padre—, las verdaderamente internas. La primera que me viene a la mente es que, particularmente en algunas zonas del Valle de Guadalupe, hay cordilleras enteras de unas piedras que en su superficie y parte visible parecen fuera de este mundo —paisaje lunar he dicho muchas veces—, y sí mi tendencia siempre ha sido mirar más allá de este planeta.

El Valle de Guadalupe tiene un halo encantador. No es un área geográfica que se caracterice por su bondad y generosidad; pero sí lo es al mismo tiempo. De niña, y muchísimo más al sur del país, pensaba que las tierras michoacanas que atraían año con año a las mariposas Monarca desde Canadá eran magnéticas y que ésa era precisamente la razón por la que volvían. Treinta años después —sin coníferas pero en secas, casi igual de polvoso— he llegado a pensar que hay una especie de magnetismo no sólo natural sino personal a la tierra de esos valles en Baja California.

Sí, se come muy bien y eso sin duda me resulta enormemente atractivo. Ahí probé los mejores ravioles de mi vida, las más increíbles codornices y también una mantequilla que no se me olvida. El propio Valle de Guadalupe, y otros aledaños, ven nacer increíbles hortalizas —las más ricas naranjas sangría— y pienso en una ensalada de betabel cuyo autor y agricultor me hicieron llorar. Ahí crecen alcachofas, cebollas y sus familiares. Más allá, en el mar, viven los atunes más finos del mundo, los cultivos de ostiones, mejillones y una maravillosa variedad de muy buen pescado.

Desde luego no hay que olvidar la vid que hoy, después de décadas de trabajo de emprendedores y enólogos, resulta en vinos que a me gustan mucho y que son buen ejemplo de lo que el Valle de Guadalupe me hace sentir; me gustan por buenos pero también me emocionan por ser de ahí.

Ahí probé los mejores ravioles de mi vida, las más increíbles codornices y también una mantequilla que no se me olvida

Tengo sangre norteña, ¿será también por eso? Mi abuelo materno aseguraba que éramos descendientes de un linaje kikapú, una tribu localizada más hacia el este pero en geografía similar —y lo menciono porque quizá influye en mi atracción por esta tierra—.

Analizo algunas razones adicionales. Tengo alter egos —aunque haya pocos que realmente lo crean— de ser propietaria de una pick up doble cabina como las muchas que hay en Baja California. He aprendido a adorar la cultura fronteriza que vive Tijuana y he compartido mi vida con un hombre que asegura sentirse cachanilla todavía y a quien, además, el Valle de Guadalupe cautivó primero que a mi. Uno sigue lo que quiere.

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Imposible hablar de Baja California y omitir sus vinos logrados con el esfuerzo de enólogos emprendedores. // Foto: Especial.

Sigo perdiéndome entre las calles, terracerías y carreteras de los valles y más o menos ubico las distancias en tiempos entre un rancho y otro, pero no tengo ni idea de los kilómetros que los separan. Después de años de frecuentar la zona comienzo a reconocer parajes y a privilegiar paisajes pero me sigo sorprendiendo de la belleza y excentricidad de lugares como Santo Tomás, San Vicente y San Quintín como cuando los conocí por vez primera.

El buen gusto me delata y tengo mis rincones favoritos, lugares casi todos en donde se come muy bien o se produce muy buen vino con mucho, mucho corazón. Pero para mis ojos y para muchos locales, lo chilanga se me nota; me falta aprender del Valle de Guadalupe, me falta saber producir, por ejemplo, el mejor aceite de oliva, saber dónde hay agua o dónde viven los vareros y aún me sorprenden los fríos en las noches. Entusiasmo sobra y, además, entre más regreso más estoy convencida de que mantendré mi status quo y seguiré levantando suspicacias o sonrisas portando zapatos que quizá no son para caminar entre un viñedo pero a mí, como el Valle de Guadalupe, me hacen feliz.

Conozco cada vez más viñedos y sé también cada vez mejor el vino que quiero producir

Existen ciertas zonas de Oaxaca o de Guerrero donde la gente es recia —taimada les dicen— y donde además se suele desacreditar al externo. Hace poco leí de estas denominadas zonas azules en el planeta que han visto nacer a gente no sólo longeva sino particularmente generosa, familiar y cariñosa. No soy muy propensa a pensar que la zona en la que naciste, creciste o vives te hace un carácter, pero sin duda incide. La gente del Valle es directa; no adula, desayunan erizo pues, y eso en mi entendimiento describe perfectamente el carácter.

Vuelvo y vuelvo. Y pienso hacerlo cada vez más seguido. Quiero entender las erosiones de millones de años que han dado forma redonda a piedras de cinco metros de diámetro que ya siento mías y sobre las que me gusta sentar y contemplar. Conozco cada vez más viñedos y sé también cada vez mejor el vino que quiero producir, la aceituna que me interesa sembrar y la cafetera exacta que necesito para esos amaneceres.

He comenzado a guardar en una caja los objetos que, como el tesoro que tuvimos enterrado en el Ajusco durante mi infancia, serán los de mis días en una tierra en la que imagino fui conquistadora, misionera o sirena en vidas pasadas. No imagino otra explicación para amar tanto este lugar.