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Sueños en nogada, una identidad revisitada

Por María del Carmen Castillo Cisneros

Son los azulejos de las barrocas cocinas poblanas los testigos del mestizaje que entre metates, fogones y ollas de barro, las monjas enfundadas en pesados y rasposos hábitos gestaron. En aquellos espacios monacales se idearon las más insólitas combinaciones para dar lugar a platillos majestuosos que desde el siglo XVII se reproducen en el interior de los hogares de la Puebla de los Ángeles.  Los chiles en nogada son uno de estos placeres.

No diré si fueron las monjas de Santa Mónica o las de Santa Clara las inventoras, ni si Iturbide al probarlos sintió que rozaba el paraíso. Lo que hay de cierto es que el disco duro de mi infancia guarda imágenes de volcanes nevados, de agostos lluviosos, septiembres festivos y de Lola y mi madre pelando nueces, desgranando granadas y capeando chiles.  Soy parte de una historia de olores y sabores que las mujeres de mi familia reinventan cada año.

A diferencia de ellas, llevo una vida más nómada, encendiendo estufas en cada lugar al que llego. Esta vez como muchas, hago un viaje de Puebla a la ciudad de Oaxaca, la que ha sido mi referente espacial por varios años; pero mi maleta esconde un tesoro. Varias decenas de chiles poblanos, frutas criollas provenientes de las faldas del volcán, nueces de Castilla y la receta de familia. Soy, sentada en el autobús, la nativa que viaja cargada con productos locales para recrear parte de su identidad.

Soy la nativa que viaja cargada con productos locales para recrear parte de su identidad.

Lo que a continuación relato es el paso a paso de un reto que me impuse la temporada pasada: hacer 50 chiles en nogada, en mi casa en Oaxaca, de principio a fin y sin ayuda. Trasladé desde la ciudad de Puebla todos los ingredientes, la receta y la consigna de que todas las mujeres de mi estirpe lo habían logrado año con año. Fueron tres días de mucho trabajo pero también de grandes satisfacciones. Un homenaje al origen, a la identidad que corre por mis venas.

La travesía duró seis horas contando un pequeño retroceso que tuve que hacer por el olvido de la nuez de Castilla que reposaba ya pelada en un lago lácteo en el congelador de casa de mis padres.  Ya lo sabía, pero lo comprobé; las madres son superhéroes y la mía esa tarde a bordo de una nave blanca desafió tiempo y espacio llevándome a la estación. “Autobuses de Oriente anuncia su salida con destino a la ciudad de Oaxaca con horario de 15 horas 45 minutos, favor de abordar el autobús 519 estacionado en el andén 36, por su preferencia gracias”.

Deposité caja y maletas en el maletero y con basta carga de adrenalina que aún transitaba por mi cuerpo, subí al asiento 21 y me desparpajé sobre el 22 también, que por suerte iba desierto.

Las aguas de agosto habían hecho su trabajo sobre el paisaje carretero. Nunca deja de sorprenderme el cambio de los suelos oaxaqueños, tantas veces áridos y sedientos, otras tantas amarillos con destellos de oro bajo un cielo siempre azul. En esta época los órganos se enfilan como espárragos en un hondo recipiente y nos van marcando el camino para penetrar por fin una fresca ensalada de verdes condimentada con polvos de tierra roja y tierra de menta. Si llueve, el aliño es perfecto; sabe a arcoiris.

Así son los caminos, simples o elaborados como platillos a degustar y están ahí listos para ser devorados y dejarnos satisfechos con solo mirar. Yo, la mayoría de las veces duermo en mis trayectos y vieran con qué hambre llego al destino. Ahora lo entiendo, me pierdo de todo el menú y el chillar de tripas es inevitable, lo consideraré para la próxima salida; alimentarme con la mirada.

Cuenticaso (como bien dijera una persona que siempre me ha inspirado) que llegué a la terminal, cargada y recargada. Me subí al taxi y llegué a casa. Mutsk ëts ji ntëjk (mi casa es pequeña) pero jantsy tyimy tsuj (verdaderamente muy bonita). Aprovecho para practicar frases cortas en ayuujk y así mató dos pájaros de un tiro, practico la lengua y cuento la historia. De unos meses para acá me da por pensar que un día me hará mucha falta el tiempo, así que trato de ahorrarlo relacionando cuanto puedo a la vez.

Un buen pelador ayudará para dejar los duraznos en su punto para ser picados. // Foto: Carmen Castillo.

Un buen pelador ayudará para dejar los duraznos en su punto para ser picados. // Foto: Carmen Castillo.

Entonces entré a casa y rápidamente saqué los víveres. Que si los chiles, los duraznos, las peras, manzanitas, (¡Uy! me doy cuenta que eso también ya lo puedo decir en ayuujk, pero ya  no me detengo o no terminaré nunca) nueces, pasas, almendras, jerez y en un tupperware el famoso lago lácteo congelado que inmovilizó las nueces y las mantuvo blancas para la tersa nogada.

En menos de dos minutos ya había encendido los fuegos, los cuatro que poseo, todos a la vez; y uno a uno los chiles se fueron calentando, luego emitiendo sonidos previos al gran tronido de “ya estoy chichinándome” (palabra de origen nahua) y con las pinzas de panadería (siempre hay que tener unas) hice malabares para voltear, no quemarme y depositar uno a uno los chiles en el más prestigiado sauna del momento, “la bolsa nylon rayada que descansaba en el fregadero”. Y ahora si, a sudar compañeros que en unos minutos comienza el desolladero y ninguno de ustedes saldrá más con abrigo negro.

Hice malabares para voltear, no quemarme y depositar uno a uno los chiles

-No te mojes las manos después de asar, que luego vienen las reumas- señaló mi santa madre. -En lo que sudan tú te vas enfriando y después si, a pelar y desvenar bajo el chorro de agua. Terminé pasadita la media noche y como no usé guantes (es que yo así no puedo) las manos experimentaron un ligero ardor que con el cansancio se difuminó entre las sábanas.

Como pocos gestos sociales, el comer entraña al cuerpo de manera irrevocable. Si vestirnos im­plica el contacto de la materia con nuestra piel, comer supone incorporar, introducir y procesar elementos en nuestro interior. Por eso no ingerimos cualquier cosa, debemos antes convertirla, simbó­licamente, en alimento. Ello ocurre cuando la nombramos y la incluimos, junto a otros elementos que consideramos apropiados, dentro del conjunto de alimentos que nos nutren y nos agradan. El proceso por el cual transformamos algo en comestible, entonces, es completamente cultural y arbitrario y se ajusta a un determinado “imaginario de la incorporación (Montecino, 2004).

Amaneció y después de palmaditas de agua en la cara tomé uno de mis instrumentos de cocina favoritos; un pelador de acero inoxidable que compré en Berlín. Coloqué tablas, recipientes y fruta en la mesa y emprendí la tarea del pelado-picado de cada una de las frutas. Comencé con la pera, le siguió el durazno y terminé con la manzana. Para los duraznos utilicé el pelador de tomates (reciente adquisición) que permite levantar la piel más fina, una belleza de artefacto dentado. La mesa se volvió un festín de colores entre recipientes, fruta picada, cuchillos y tablas varias. En mi casa que es suya también, hay una tabla para cada cosa.

La mesa se volvió un festín de colores entre recipientes, fruta picada, cuchillos y tablas varias

Llamémosle manía o simple justificación de mi adicción a estos trozos de madera tallada que para mí son los objetos más hermosos que existen. Con decirles que recién vino una amiga de visita y al pedirme una tabla prestada seguro notó mi cara de congoja al tener que decidir de cuál de todas ellas me separaría tres semanas. Por dentro me dije: “¿Y ahora, dónde picaré las verduras verdes?”

En fin, entre picado y pecado terminé. Con la mano oliente a ajo y las lágrimas rodando, porque si de llorar se trata con la cebolla, yo aprovecho y suelto un lamento, total, ya entrados en gastos hasta buen remedio ha de ser.

Se integran todas las frutas picadas en las ollas para hacer el semidulce relleno de los chiles. // Foto: Carmen Castillo.

Se integran todas las frutas picadas en las ollas para hacer el semidulce relleno de los chiles. // Foto: Carmen Castillo.

Desalojé la pequeña barra que tengo junto a la parrilla (cuando digo pequeña, es en realidad pequeña, no vayan a pensar que por preparar chiles en nogada tengo cocina conventual; mi cocina mide 5m2 con todo y pasillo) y coloqué en fila todos los ingredientes para tenerlos “a mano”. Saqué las ollas y comencé a  invocar a todas las mujeres de mi estirpe imaginándolas una a una colocadas entre el mandil y mi cuerpo.

“Tía Nena, no te conocí pero sé que de la cocina no salías, que alimentaste día y noche a todos tus hermanos al grado de ponerles lavativas antes de irse a la cama porque de atracón en atracón se la pasaban. Glorieta milagrosa de la multiplicación, haz que rinda la ración (ella no necesitó estar en Galilea para multiplicar panes y peces, todo lo hizo en la 21 poniente). Doña Carmen Loyo, dame inspiración. Lola sostén mis manos y da la sazón. Tía Boris pon el corazón. Tía Pepis tómate un trago de Pepsi a mi salud. Tía Norma has que este asunto también parezca sencillo. Carmelín, yo que soy tu extensión apiádate de mí  y no te despegues del teléfono por favor”.

Brincaron cebollas y ajos en el aceite, no había marcha atrás y si un camino largo que recorrer. Un camino oloroso no doloroso, un camino de concentración, de meditación, de movimientos suaves y certeros. Uno a uno los ingredientes se intercalaron y las ollas también se multiplicaron porque la mezcla comenzó a crecer cuando las carnes iniciaron el cortejo con la fruta para enamorarse definitivamente con la llegada del perejil, las pasas y las almendras.  Como confeti festivo resbalaron las especias y el jerez llegó para unir la celebración. Los aromas se instalaron en cada rincón de mi casa y en cada poro de mi piel, siendo el perfume de aquella identidad que hoy regresaba para no escapar nunca más. Los fuegos hicieron su trabajo, el guiso tomó una larga siesta sobre el calorcito de la estufa y cuando frío, lo introduje poco a poco en los chiles que esperaban sonrientes y enfilados.

Después, una alfombra blanca los esperaba y uno a uno se camuflajearon en el harina para luego entrar en una mezcla espumosa y amarilla hecha a base de claras y yemas batidas. “No olvides la salpicada de agua antes de batir las claras a punto de turrón” ese es el secreto de Lola y si no lo haces no quedara esponjadita la mezcla. Rectifiqué y si, al voltear el tazón, las claras quedaron ahí, que bendición.

Uno a uno se sumergieron los chiles en esta alberca que parece desafiar la gravedad y uno a uno entraron en contacto con el aceite hirviente que los aguardaba gustoso y que haría de las suyas salpicando por todo lugar. Coladeras, servilletas, escurridores y los chiles esponjosos se fueron formando bien paraditos para conservar su forma regordeta. Cuanta insistencia la de mi madre en ponerlos así, “bien paraditos” y yo haciendo malabares para no quemarme con el aceite.

El secreto para desgranar fácilmente las granadas es golpearlas con un rodillo. // Foto: Carmen Castillo.

El secreto para desgranar fácilmente las granadas es golpearlas con un rodillo. // Foto: Carmen Castillo.

Me salí de la cocina por un rato, sentía los cachetes calientes y el aceite resbalando por mis brazos, me miré al espejo; ya casi lo había logrado. Eso sí, la cocina era un campo de batalla, las charolas impedían mi andar pero Joaquín (si, el Sabina) también cansado entonaba “el boulevard de los sueños rotos”, aquél donde vive la de poncho rojo. Y de pronto el rojo me hipnotizó cuando abrí la primer granada, fruta pulposa, potente y jugosa que como bien me recomendó un amigo debe golpearse con un rodillo para desgranarse con facilidad.  Los rojos llenaron un platón que luego contrasto con el verde intenso del perejil recién lavado.

Faltaba el blanco, tersa cobija de queso de cabra fresco, crema, nuez, azúcar, canela y jerez.  Ésta se hace al cálculo, a ojo de buen cubero, tanteando, probando, así el paladar se endulza y los pies se despegan un milímetro del suelo.

Coloqué el chile dorado y panzón sobre un plato de barro verde de Atzompa, lo bañé con la nogada, mis dedos se desprendieron de los granos de granada y unas hojas de perejil fueron salpicadas. Comida poblana sobre loza oaxaqueña.

Serví un vermut, porque mi abuela que era muy exquisita así acostumbraba. En ese instante, todas mis mujeres se sentaron a la mesa y esa misma noche, las lombrices de la composta de Konk también tuvieron fiesta.