Todo en la vida tiene un sentido. Un viaje es una oportunidad de desplazamiento, de catarsis interminable, de autoinflingida y silenciosa estancia con las posibilidades que emanan del pensamiento y la emoción. Viajar es una travesía al interior del ser, introspección en cientos de kilómetros y paisajes que confirman la complejidad de un territorio mexicano, que se erige en cada metro recorrido como diverso hasta la médula y sensiblemente único.
Salí de Mérida un domingo acompañado de una torta de cochinita, un par de litros de agua, tres enormes cajas repletas de papeles, libros y curiosidades coleccionadas por varios años, y dos maletas de ropa que me confirmaron que mis posesiones son pocas pero concisas. En el asiento del copiloto viajó durante 22 horas el eterno agradecimiento a todos los que hicieron posible y son parte de este mi inacabable viaje: en principio a Zoraya Robles, porque sin su presencia y entrega nada de lo que hoy hago y soy sería posible; a Pedro Evia, uno de los primeros en creer que la investigación gastronómica es una inversión a largo plazo, que tiene mayor rentabilidad que la inversión; y a Eduardo Rukos quien junto a Pedro es propietario de K’u’uk, y que durante un año entero en su oficina y las áreas consagradas a la investigación forjamos ideas que muchas podrán materializarse y otras esperarán que el camino de la locura alcance a aquellos con cordura para que las comprendan y puedan hacerse posibles. A ellos tres, mi gratitud eterna por confiar en mí y en el sueño de la investigación gastronómica como oficio académico. Ninguno de los tres se va de mi vida, por el contrario, se quedan en mi corazón, en mis sueños, en mis ganas de regresar para compartir éxitos, para descansar en la templanza yucateca, para entender, desde la planicie milenaria de Yucatán lo que otros no entienden en medio de la montaña y la vorágine. Para ustedes, siempre estaré también.
[contextly_sidebar id=”7e6dfcb651859747d20de1ae45262b85″]Dentro de esos sueños, la posibilidad de expandir conocimientos y marco de acción desde una nueva ciudad: Monterrey. El amanecer regiomontano desde el 3 de diciembre pasado se ha vuelto una nueva forma de entender las potencialidades de una ciudad en eterno movimiento. Ahora como Director Académico del Instituto Técnico en Alimentos y Bebidas, mi querido y viejo conocido ITAB, que con ánimos renovados siempre me abrió las puertas, su amistad y su reconocimiento. Amigos conocidos que hoy son parte de mi nuevo sueño.
Los 2 mil 200 kilómetros entre Mérida y Monterrey los dividí en tres fases. En la primera de Mérida a Orizaba recorrí 11 horas casi ininterrumpidas que me demostraron las diversas realidades mexicanas. Los escenarios espectaculares bañados con mar y selva de Yucatán y Campeche, esa luz blanca que es perfecta para las fotografías, ese cielo sin montañas que parece una cúpula interminable que cubre el cielo y contraria la vista y la mente solo con presenciarlo, y la comida esencialmente de recado rojo de axiote y especias que marcan una diametral distancia con respecto al resto del país fundado en adobos de chiles secos y otras especias.
Un Tabasco que confieso nunca he comprendido del todo; una esmeralda, en efecto, porque hasta en el enero más invernal mantiene su calidad de manglar, pantano y selva. Sus praderas llenas de ganado vacuno curiosamente me recordaron a los campos de arroz en China: las vacas están sumergidas en agua pantanosa hasta la mitad de su cuerpo, caminan sin problema alguno confiadas de que así espantarán la humedad, los moscos y el inclemente sol que riega su terruño. Pero la curiosidad excede los límites de la ilegalidad al confirmar que a pesar de todos los esfuerzos de cientos de voces como la de Aquiles Chávez, las carreteras antes y después de Villahermosa siguen llenas de vendedores de tortugas de contrabando.
La entrada a Veracruz no es diferente: escenarios impresionantes, plantíos de piñas, caña de azúcar, y algunos vendedores de aves exóticas que evidencian ilegal similitud con los tabasqueños. La imagen de las zonas petroleras de Minatitlán y Coatzacoalcos me recordaron al triunfo del hombre sobre la naturaleza, y las interminables carreteras sin gasolineras me confirmaron que en México a veces la contradicción es la reina de una realidad por descubrirse.
La segunda fase fue de Orizaba a Distrito Federal, para cumplir con reuniones, compromisos hechos desde meses antes y otros que sobre la marcha me decían que la gastronomía en la capital se mueve a pasos vertiginosos que desde otros sitios sería difícil de comprender e igualar. DF, mi lugar de nacimiento me recibió con los brazos abiertos: un concurso organizado por un influyente portal electrónico, conversaciones inmejorables con amigos que quiero y respeto como Diego Hernández, Tatiana y Valentina Ortiz Monasterio, conocer a Jesús Contreras uno de los tres más reconocidos antropólogos alimentarios en el mundo y encontrarlo más inteligente y sencillo de lo que cualquiera pudiera pensar; reencontrar en conversación -que ambos echábamos de menos- a mi compadre Alejandro Ruiz tan solo a un día después de inaugurar su nuevo sitio en la ciudad; convivir con mi padre y madre, y saber que mi abuela convalece de una operación a corazón abierto.
Nomás me queda esa única abuela, confío que estas letras la alcancen viva, porque ha sido ella una de las influencias culinarias más importantes de mi vida. A pesar de las distancias que nos separaron durante años, su pozole mixteco (ese con hoja santa y mole) y su guacamole rojo han sido origen y destino para mis avances metodológicos de cocina mexicana, y cuando a la gente les toma por sorpresa su sabor, no hago más que recordar que es precisamente la casa donde creces la que te construye para toda la vida. Olvidarlo es fácil, recordarlo es el reto más grande al que cualquier humano puede encontrarse.
Tras DF camino directo a Monterrey. Una escala obligada en Matehuala en donde mi auto no quiso avanzar más, como presagio de casi 20 años atrás cuando en un viaje familiar en la misma zona el coche de mi padre decidió quedarse por casi dos semanas.
Y el escenario del norte me tomó por sorpresa tras mi estancia por dos horas en San Luis Potosí: montañas, valles inmensos, cabras, borregos y anuncios de asadores a la orilla de la carretera como parte de la bienvenida a un nuevo hogar.
¿Cuánto durará?, ¿cuál será el próximo amanecer que brinde oportunidad?, ¿cómo será la aventura en un sitio que siempre me he creído promesa de progreso y libertad?, ¿habrá progreso emocional, libertad mental, paz del alma y felicidad del espíritu?
Al llegar, mi querida Luisa González y su entrañable novio Jorge Treviño (ambos de innegable cepa regia) me recibieron con una carne asada digna de soberanos. ¿Será que la bienvenida es presagio de aquellos encuentros decembrinos en donde la promesa de amistad hoy es complicidad y viceversa? Estoy seguro que sí.
En palabras de Salvador Novo: “el regiomontano cuando no es un hombre de saber, es un hombre de sabiduría. Es un héroe en mangas de camisa, un paladín en blusa de obrero, un filósofo sin saberlo, un gran mexicano sin posturas para el monumento, y hasta creo, que es un hombre feliz”.
De ser así, admirado Salvador, ser regio es una forma de ver la vida, una manera de comprender que los viajes que unos hacen otros no tienen por qué hacerlos o entenderlos. Una manera de encontrar amigos, reencontrar sueños, diseñar futuros. Una forma de auténtica felicidad. Por hoy el inicio, desde la Silla, desde las Mitras o desde un horno; porque escribir, viajar y ser feliz siempre han sido motivo de mi vida, origen y destino; por hoy reconozco que lo demás está por escribirse solo.
*Lalo Plascencia es investigador gastronómico y conferencista sobre gastronomía mexicana. Puedes escribirle a: [email protected] o bien, visitar su blog: www.nacionalismogastronomico.com