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Sazón de Abuela (Parte II)

Por Animal Gourmet

Gudelia Mendoza Islas es mi abuela materna. Mejor dicho, fue mi abuela, porque murió el 12 de febrero a una edad que no logro comprender -porque para mí siempre se vio igual- y en un estado de salud que aun la mente no termina de explicarse. Sigo luchando contra la costumbre del presente, porque el pasado del verbo ser nunca ha sido mi favorito. ¿Negación o atropellada aceptación? Decisiones para vivir progresivamente un luto.

En los días posteriores a su muerte -los primeros tres para ser exacto- un cúmulo de emociones brotaron desde la profundidad del alma; al escuchar a mi madre con tanto dolor no me quedó más remedio que recordarle que mi abuela sigue viva en nosotros y en sus actos. Como si de algo sirviera ese consuelo, pero al final, ver a mi madre en ese estado tampoco es sencillo. La vida, sin dudas, tiene que seguir.

Lo que leerás a continuación, querido lector, es una serie de hechos aislados, posiblemente sin lógica aparente para ti, atados con finos hilos de emocionalidad que hoy se reducen a la nostalgia de alguien que ya no está.

Comprenderás que hay textos que sirven para academizar y otros que son salidos de lo más profundo del alma: ¿catarsis o simple necesidad de expresión?  Es tu decisión, mi sabio lector, si me acompañas a la profundidad del recuerdo unido a sabores y aromas, o prefieres que nos leamos en otro texto más reducido de matices emocionales.

Si decidiste acompañarme, bienvenido a la profundidad de alguien que al decirse investigador gastronómico se reconoce a sí mismo como un elemento fugaz de la naturaleza, efímero hasta la médula, finito por definición, humano por condición y convicción, mortal porque entiende su primaria naturaleza.

Haz click aquí puedes leer la primera parte de Sazón de abuela, de Lalo Plascencia.

Chocolate de agua

A mis 17 años viajé por primera vez a Teco, muy poco tiempo antes de comenzar a estudiar gastronomía. Era un viaje que esperé toda mi vida y que desde la infancia me trajo emociones encontradas. Recorrer 12 horas en camión para llegar al pueblo de los orígenes maternos es una excursión que difícilmente olvidaré.

Al bajar del camión, alrededor de las seis de la mañana, mi abuelo me recibió para llevarme a su pequeña casa en donde mi abuela esperaba paciente desde temprano con una olla de chocolate de agua. Fue mi primera vez en Oaxaca, el primer bocado inolvidable será esa taza que me supo a todas las glorias posibles. Se fijó para siempre en mi el recuerdo de mi abuela siempre pendiente de la cocina, levantándose muy temprano para recibir a su nieto recién llegado. El sabor, espuma y consistencia de la bebida preparada con una pastilla de chocolate molida a pocos metros de su casa, junto al movimiento experto del molinillo, aún son parte de mis máximas referencias gastronómicas primarias. Oaxaca, cualquier ciudad de Oaxaca, desde entonces siempre me saben a chocolate de agua.

Gudelia Mendoza, abuela de Lalo Plascencia a quien enviamos un abrazo.  // Foto: Lalo Plascencia.

Gudelia Mendoza, abuela de Lalo Plascencia a quien enviamos un abrazo. // Foto: Lalo Plascencia.

El nombre de un pan

Es bien sabida la maestría panadera de los oaxaqueños. La región mixteca, concretamente Teco –el pueblo de mi abuelo y madre- produce panes, galletas, y repostería de gran calidad. En ese primer viaje, justo después del primer chocolate de agua, mi abuelo me ofreció una bolsa con pan recién salido de un horno de piedra propiedad del vecino panadero. Entre lo probado y sin ninguna referencia previa comencé a preguntar los nombres de los panes para ubicarlos con mayor certeza por su forma y sabor.

Mi abuela contestó todos los nombres hasta que hubo uno que simplemente no atinó. Preguntó a mi abuelo, por cierto ya cansada por tanta pregunta de su nieto, y mi abuelo contestó que tampoco sabía la respuesta. Seguí con las preguntas, pero ahora sobre la forma de preparación del chocolate, y luego sobre la forma de movimiento del molinillo y volví preguntar el nombre de aquel pan. Mi abuela con gesto ligeramente molesto, con ganas de detener el incesante cuestionario, y sin mayor recato contestó: “sepa la fregada”. Ambos nos miramos con gesto perturbado por la respuesta, reímos porque me parecía curioso que tal vez dicho pan no tuviera nombre y, en efecto, su nombre fuera “sepalafregada”.

Rebautizamos el pan, y desde entonces, y mis subsecuentes visitas a Teco o cuando mi abuelo regresaba con pan y repostería de su pueblo, el nombre para siempre de esa particular pieza siempre fue el mismo. Un código más entre abuela y nieto.

 

Pozole mixteco

La vasta cocina oaxaqueña se expresa no solo en moles sino en tamales, pozoles, sopas y caldos. Mi abuela nunca negó su origen hidalguense pero siempre se enorgulleció que su formación a lado de su marido fue sensiblemente oaxaqueña. Como era de esperarse, sus guisos, sazones y conocimientos culinarios eran todos de la región mixteca de Oaxaca. Entre sus platos destacados se encuentra un pozole verde aromatizado con hoja santa y servido con una cucharada de mole rojo.

De espectaculares y complejísimos aromas y sabores, confieso que me atreví a probarlo hasta muy entrada mi carrera de cocinero. No por miedo, repulsión o asco, sino por simple desconocimiento. Mi familia paterna tiene sus raíces en Aguascalientes y Jalisco, y ellos consumen regularmente el pozole blanco o rojo que para los ojos de un defeño inexperto son más “convencionales” y podrían entenderse como los pozoles estándar o al menos populares o convencionales. Eso, como era de suponerse, marcó mi paladar infantil.

En una Navidad, mi abuela paterna hizo pozole blanco, y mi abuela materna el verde mixteco. Los contrastes fueron únicos, dignos de un estudio antropológico que resaltaran las diferencias en la preparación y consumo, las formas sociales alrededor de un plato. Pasamos esa navidad con mi familia materna y “no tuve más remedio” que probar el afamado pozole. Confieso que la sensación primaria fue de total sorpresa, de obnubilación de todos los sentidos y de rendición total ante la sutileza del perfume de la hierba y de la espectacular combinación con el mole.

Muchos años después, ya como investigador gastronómico independiente, comprendí que ese pozole podía desatar nuevos órdenes académicos. Para mis fórmulas metodológicas para construir el pozole, el de mi abuela es el más complejo de todos, requiere de maestría para su preparación, sensibilidad para entender el espesor, y una subreceta de un mole rojo oaxaqueño que en sí mismo es complejidad total.

Desde que lo comprendí he tenido la oportunidad de prepararlo en diferentes cenas, demostraciones o eventos en donde hablo de cocina mexicana. Desde entonces –y a la distancia de mi abuela- se convirtió en un permanente homenaje a ella, su paciencia y delicadeza de sabores. Mis ordenamientos académicos están basados en un sentimiento: el de extrañar a mi abuela, necesitarla y decirle lo mucho que marcó y sigue marcando mi vida. Definitivamente, no existe academia sin emoción de por medio; seres humanos al fin y al cabo.

 

Guacamole rojo

Y lo mismo sucede con el guacamole rojo. En muchas de mis presentaciones o clases de cocina bromeo con mis colegas o alumnos sobre la existencia de un aguacate rojo mixteco con el que se prepara el guacamole rojo. Tras la broma, la verdad revelada: no existe un aguacate rojo pero sí un guacamole que rompe con los esquemas tradicionales de dicho platillo. Desde niño, mi abuela molcajeteaba una salsa roja asada con chiles costeños rojos o amarillos –típicos chiles de gran potencia de la mixteca y costa de Oaxaca- a la que añadía sinfín de aguacates criollos –de esos que se comen con todo y piel- y que servía durante los banquetes dominicales de barbacoa de borrego.

Igual que con el pozole, mi ignorancia infantil no me hacían comprender dicho plato. A la luz de los años comprendí que ese era uno de los guacamoles más complejos y únicos de todo México. Una porción en un taco aromatizaban de tierra, dulce, picor, y fuerza a cualquier proteína posible. Desde entonces, lo uso como ejemplo de que en México necesitamos romper paradigmas –“el guacamole siempre es verde”- para estudiarnos, comprendernos y continuar aprendiendo de lo que somos como pueblo.

Epílogo

Sí, mi intuitivo lector, a mi abuela y a mí nos ataba el gusto por la gastronomía, por comer y cocinar. La tristeza vertida en estas líneas no es resultado de otra cosa que la nostalgia por lo que fue y que no será más. Por haber dejado tanto tiempo sin hablar con ella y no continuar una relación que posiblemente fructificaría en otros términos.

De que no me queda más tiempo para reconocer que la quise y extrañé durante 15 años de ausencia, pero que los motivos ulteriores siempre valieron la pena tomarlos. Hoy eso está terminado. Y cada vez que se prepara un plato para emular su labor será un pequeño homenaje póstumo, un recordatorio de que la vida y los alimentos están prestados para algunos y serán eternos para otros. Recuerdos entreverados de tristeza y emoción.

En resumen, esta es la historia de una abuela revisada por su nieto. Con cariño a donde estés: nos debemos un pozole y su respectiva cochinita, ya nos alcanzaremos. Te veo pronto, y por favor descansa, descansa mucho porque lo mereces, gracias y descansa siempre en paz.

Haz click aquí puedes leer la primera parte de Sazón de abuela, de Lalo Plascencia.

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*Lalo Plascencia es investigador gastronómico y conferencista sobre gastronomía mexicana. Puedes escribirle a: [email protected] o bien, visitar su blog: www.nacionalismogastronomico.com