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Los mexicanos las prefieren francesas...

Por Animal Gourmet

La primera aparición de Francia en la vida social del incipiente Reino de la Nueva España, hoy México, fue en la primera mitad del siglo XVI. En las dos casas más prominentes de la ciudad de México se celebró con sendos banquetes la paz de Carlos V con Francia. Hernán Cortés y el virrey Antonio de Mendoza convidaron a la élite de su tiempo a cenar, con la fastuosidad alimenticia asociada al poder, llena de excesos y boato.

La corte donde creció Carlos V, a pesar de estar ubicada en los Países Bajos, estaba impregnada de la cultura francesa y concretamente de la etiqueta palaciega de la Borgoña. Carlos y sus hermanos habían sido educados en francés y dentro del fasto borgoñón: aristócratas cultivados en un refinado humanismo artístico y en una cultura sibarita que se deleitaba entre otras cosas, con los vinos del Ducado, elaborados principalmente de uva Pinot, esta vid sensible y caprichosa cultivada con mimo en pendientes muy drenadas. Estos caldos excelsos llegaban a la corte de Flandes desde 1375. Años más tarde, Felipe el atrevido decretó el cultivo exclusivo de Pinot en todo el Ducado, prohibiendo la variedad Gamay que generaba mayores cantidades pero de menor calidad.

Es en esta región en donde surge el concepto francés del terroir, el terruño, que determina las cualidades de los vinos por las características de sus suelos:  la piedra caliza, los guijarros, la arcilla, la arena, la materia vegetal y eel entorno natural de los viñedos como los árboles y las flores. Suponiendo que la uva es un receptor sensible que absorbe todas esas influencias ambientales para conferírselas al vino.

[contextly_sidebar id=”afe8a830f42f5ba282b81d457497abb7″]La casa de los Habsburgo había construido un gusto particular para los placeres de la vida, que expresaba la opulencia de sus dominios en el centro de Europa. En esta etiqueta llena de fasto, que incluía vestidos recamados con piedras preciosas y sombreros de formas caprichosas tocadas con plumas de avestruz y lujosos collares de piedras y oro, los vinos que se servían en la corte eran del ducado borgoñón.

Los flamencos tenían el gusto por la comida aderezada con mostaza de Dijón, pues era una vieja tradición franca inculcada por Carlomagno en la Edad Media, y una opción regional a las exóticas especias orientales que tanto se consumieron en Al Andalus en esa misma época. El gusto particular de los Duques de Borgoña estableció el estilo ancienne del sazonador, al sumergir los granos en buen vinagre y macerarlos antes de pasarlos por el mortero.

Regresando a nuestros banquetes en México, Bernal Díaz del Castillo nos dice que: “Al principio fueron unas ensaladas hechas de dos o tres maneras, y luego cabritos y perniles de tocino asado a la ginovisca; tras esto pasteles de codornices y palomas, y luego gallos de papada y gallinas rellenas; luego manjar blanco; tras esto pepitoria; luego torta real; luego pollos y perdices de la tierra y codornices en escabeche, y luego tras esto alzan aquellos manteles dos veces y quedaron otros limpios con sus pañizuelos; luego traen empanadas de todo género de aves y de caza; estas no se comieron, ni aun de muchas cosas del servicio pasado; luego sirven de otras empanadas de pescado, tampoco se comió cosa de ello; luego traen carnero cocido, y vaca y puerco, y nabos y coles y garbanzos; tampoco se comió cosa ninguna; y entre medio de estos banquetes ponen en las mesas frutas diferenciadas para tomar a gusto, y luego traen gallinas de la tierra cocidas enteras, con picos y pies plateados; tras de esto anadones y ansarones enteros con los picos dorados, y luego cabezas de puercos y venados y de terneras enteras, por grandeza y con ellos grandes músicas de cantares a cada cabecera, y la trompetería y genero de instrumentos (…) Y aún no he dicho las fuentes del vino blanco, y jerez de indias y tinto, y botillería. Pues había en los patios otros servicios para gentes y mozos, después los criados de todos los caballeros que cenaban arriba en aquel banquete (…) Y digo que duró este banquete desde que anocheció hasta dos horas después de la noche… “[1] (vaya afterhours).

En los banquetes señoriales de la ciudad de México, los alimentos entraron a formar parte del juego de poder entre el marqués y el virrey, y sus allegados. Estos segundos, esmerados en suministrar placeres culinarios a los primeros, como forma de ganar favores. Fue así que estos dos bandos asumieron sus estandartes culinarios. El del marqués llevaba el maíz y los frutos de la tierra de sus dominios. Evocaba el fasto del antiguo Emperador de los mexicanos. Mientras que el del virrey lo conformaban el gusto y la etiqueta borgoña del soberano español.

La tarea para cada equipo no era precisamente sencilla. Se debía hacer acopio de los productos que llegaban desde España. Mandar cazar las piezas con las que sorprenderían a los convidados, como los conejos y perdices, sacrificar gallinas y guajolotes para decorarlos con picos de plata. Contar con cocineras españolas, esposas de muchos conquistadores, para elaborar el manjar blanco, la pepitoria y los demás guisos. Además, tener un ejercito de cocineras indígenas que elaboraran tamales y tortillas, llamadas el pan de la tierra, y hacer quesadillas o empanadas de todo género. Conseguir en las ricas huertas de la villa de Coyoacán las frutas más perfectas, y conseguir  pulque para los convidados que lo prefirieran al vino español.

los alimentos entraron a formar parte del juego de poder entre el marqués y el virrey

Por si fuera poco, debían sortear el boicot del oponente al tratar con los proveedores. El virrey confiscó los vinos que producía el marqués en Cuernavaca. Por su parte, Cortés prohibió a los vecinos de Coyoacan de proveer frutas a la casa del virrey. Se desarrolló entonces un intercambio clandestino entre ambos grupos, que lograron complementar sus menús como lo requerían las circunstancias,  sin que se enteraran sus señores.

Estas comilonas fueron excesivas y sorprendentes. A partir de estos eventos sociales, el anfitrión demostraba su poder frente al rival político. La ostentación era un arma política. El gusto de cada uno de estos poderosos además influía en el de los subordinados. Les generaba seguidores leales que quedaban asombrados con aquellos espectáculos.

Por mucho tiempo, quedó en la memoria de los habitantes de la ciudad de México esta gran ocasión.

Se le sumarían muchas otras en las que las formas de etiqueta y del placer de comer francés reinarían entre los mexicanos. Es por ello que nos atrevemos a decir que los mexicanos las prefieren francesas.


[1] Bernal Díaz, op.cit. , p. 571.

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