drag_handle

El beso de bienvenida: Carrillada al chocolate

Por María del Carmen Castillo Cisneros

Escribo desde la antigua fábrica de tabaco, estoy en Sevilla. Sí, la flamenquilla, la del archivo de Indias, la de los vestidos con lunares, las tapitas y las cañas.

Algo tiene Sevilla que siempre me conquista. Primero por el olfato, pero luego poquito a poco me seduce toda. Recuerdo el olor a naranjo de mi primera visita, nunca se fue. Ahora, paseando a orillas del río, el Guadalquivir entra por mi nariz como bocanada fresca, salada y viva para no salirse jamás.

Definitivamente aquí no se puede malvivir, la guasa andaluza no lo permite y el olor nocturno de un huele de noche mientras atravieso la puerta de Jerez me dice que estoy en un paraíso de sensaciones. Las ciudades se aprenden así, sensorialmente y aquí me tienen, dispuesta a ello.

Pasaré un tiempo en estas tierras, así que he decidido tomarlo todo con calma y no me cuesta entrar a tono con el ritmo de la ciudad; un ritmo juguetón, risueño, relajado y militante de la siesta. ¡Ay la siesta! como dice un amigo, patrimonio nacional. Así que me inserto lentamente en sus calles, dispuesta a perderme y con ello a encontrarme una y otra vez. No llevo mapas, ni horarios, sólo me sumerjo.

Camino, voy un tramo en autobús y luego en la bici. Así me desplazo del Señorío de Castilleja de Guzmán al centro de Sevilla todos los días. Entre tanto oigo conversaciones que me cautivan y me doy cuenta que el oído comienza a espabilar, coquetea con el arrastre andaluz, el corte de palabras, las expresiones locales y oír un “mialma” me hace la mañana.

El jueves pasado crucé el puente; Triana me llamaba, pero yo, esperaba. Quería que las ganas me rebasarán para acudir al encuentro de este entrañable barrio. Y sí, el encuentro con “La casa fundida” fue el mejor pretexto. Crucé en bici el puente que se alza sobre el Guadalquivir en búsqueda de un pequeño local en el mercado que ofrece tapas y el mejor vermut de la ciudad. Sin necesidad de búsquedas entré por la puerta que me lo ponía enfrente y fue ahí, donde instalada en una barra, Sevilla, si Sevilla entera, le dio a esta quilla el beso de bienvenida.

Resulta que después de pedir una caña, que tapitas varias ayudaron a saborear, el dueño del lugar me recomendó “la carrillada ibérica al chocolate”, el plato del día. Diciéndome que no me iba a arrepentir.

Cuando el plato estuvo delante mío, unas notas dulces casi imperceptibles brincaban del cuenquito caliente. Quién me iba a decir que aquello era un beso y que como buen beso, iba cargado de misterios, un beso con sabor a chocolate.

Éste plato contenía lo mejor de los dos mundos, una carrillada ibérica bañada en salsa de chocolate mesoamericano. La carrillada es un corte, tierno y jugoso que corresponde a los laterales de la cara de la ternera o del cerdo; dicho en otras palabras son los cachetitos, sí, los siempre antojables cachetitos, y los de esta ocasión eran de una rosada ternera en su punto.

Así que al primer bocado entendí que más allá de que si pan con queso sabe a beso, esto del cachete con cachete enchocolatado era tocar el cielo en suelo andaluz.

Me di por bienvenida y prolongué el placer de este platillo como prolongo mis caminatas por las calles y callejuelas de esta capital. Lentamente, internalizo esta ciudad a través de cada uno de mis sentidos y presiento que el gusto está vez llevará la delantera.