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La cuchara: todo lo que pruebas cuando comes

Por Mayra Zepeda

En 2015, Martha Ortiz, chef del restaurante Dulce Patria, ofreció una TED talk en el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM) sobre la cuchara como conexión primordial entre el ser humano y sus alimentos. Les dejamos el video y la versión íntegra del discurso.

Fui una buena alumna de esta institución, pero sufrí, lo que aprendí no era del tamaño de mi apetito. Mi pasión y mis acomodos mundanos siempre fueron distintos. Nunca soñé con números, derivadas, matrices, impuestos, éxito financiero, tasas de interés, reformas fiscales o la violencia que da el poder. Más bien, mi ilusión se centraba en cuadros, libros, poetas, artistas, cineastas, curadores de museos, personajes animados y, sobre todo, cucharas.

Me preguntaba de qué sirve esta vida y para qué sirvo yo en la vida. Hoy comparto este extraordinario escenario con personalidades que a partir de esta casa de estudios han cocinado sus vidas con la mejor receta por su preparación, sazón y fantásticos ingredientes. Por estas razones y por los 16 minutos en que debo cocinar esta charla con “trabaja y sale”, es decir, en horno de alta temperatura, o situados en el México de hoy, en comal al fuego vivo porque los comensales esperan.

La cuchara sirve para medir, mezclar, servir y comer. Las hay de distintos tamaños: chicas, no muy chicas (como las llaman en los mercados de verdad), medianas y grandes (denominadas “ambiciosas”). La cuchara siempre se coloca a la derecha del plato, pero yo la prefiero al centro izquierda, y si hay que escoger extremos, de plano la coloco a la izquierda.

En cuanto a los materiales, se pueden manufacturar de plata (como las que usan quienes nacieron con cucharas de ese metal), con iniciales, de acero, estaño, madera, como la de nuestras cocineras tradicionales, o de masa de maíz, entre otras. Mis predilectas, en orden estético y poético, son las de peltre, reflejo del cielo, donde la pobreza se siente menos. Invitan a comer con el cosmos y jugar con el infinito en la boca. Su forma cóncava imita la del universo; son perfectas, curvilíneas, y yo las encuentro femeninas, a diferencia del fálico cuchillo o del bribón del tenedor, que dejó de ser un diablillo gracias al diente adicional que le añadió Leonardo da Vinci, quien adoraba el buen comer y desde niño, glotón y gordito, ayudaba a su padrastro, pastelero de los Sforza, a construir castillos y personajes perfectos. Como su inventiva era gigantesca, inventó también la servilleta y la maquina perfecta para lavarla.

Regresando a la forma de la que hablamos también, y no por sorpresa, ha sido objeto de magos televisivos que la doblan con mucho ruido y pocas nueces, como decimos en México. La cuchara es universal. Todas las culturas la identifican y la observan. En todas es referencia, pues constituye nuestro primer instrumento después del seno materno y la mamila. Es nuestro escape de la dependencia, ya que nos permite comer papillas caseras o comerciales. La cuchara es distancia y cercanía. Es un instrumento poderoso, penetrante, que se entromete en ollas de guisados y se convierte en cucharón, más señorial, para servir.

Recapitulando, nuestra cuchara es universal, femenina, primordial, curvilínea; puede ser de estrellas (peltre) o de maíz, y además señala, es decir, puede guiarnos. Finalmente, sirve para alimentarnos. La cuchara está indisolublemente unida el alimento, que al principio sólo implicó supervivencia mediante la caza con flechas y arco, pero cuando apareció el fuego transformador nos hizo olvidar (bien lo dicen antropólogos y psicoanalistas) que también comíamos sangre.

Han pasado milenios desde que el alimento llegó a nuestras mesas, y ha transitado de la brutalidad de lo crudo al escrutinio de la neurobiología y la provocación de la felicidad. Lo de hoy no son los alimentos sanos, sino los alimentos felices. Así que esta cuchara hoy es feliz, sonríe aunque es de metal.

Pero acerquemos la mirada a las cucharas mexicanas, las de masa de maíz, que son las tortillas, y recordemos nuestra fundación como nación gastronómica: el águila devorando una serpiente sobre una nopalera, con manjares exquisitos como las tunas, filigrana de sofisticación.

Al parecer es cierto que el emperador Moctezuma tenía un gran menú, elegía entre 300 platillos sus viandas del día y su loza, irrepetible, se rompía para evitar que algún día llegara a repetirse. Una cuchara, cuya comunión era plena a simple vista, se adornaba por doquier con grecas y símbolos de sabiduría; se doblaba y se convertía en la más sofisticada de las cucharas. Aún hoy sigue imitando al sol, disco perfecto que viaja intocable a través del tiempo.

Así, en México hay cucharas comestibles por su propia naturaleza, que pueden ser de maíz colorido, nopal, plátano, yuca, chaya, amaranto y tantos ingredientes como nuestra imaginación y acervo culinario nacional nos lo permitan.

Al llegar la conquista se desterraron plumas y serpientes; se enterraron cruces sobre la tierra, trigo, caña y especies. Los regalos de México llegaron al mundo, como el jitomate, el cacao, la vainilla, el amaranto, la guayaba, el aguacate (o testículo verde).

Las hazañas gastronómicas corrieron a la par de la historia hasta que una monja sensual amalgamó, juntó, unió dentro de su convento mas de cincuenta ingredientes al roce de la piedra (es decir, el metate), creando así la salsa que hoy nos define: el mole, sabor mestizo que hoy es la nación mexicana, que con o sin el árabe ajonjolí es nuestra sangre, pesada, perfumada, violenta, amarga, dulce, oscura, brillante, ácida y magnánima. Quien no podía concebir por dogma engendró así el nacionalismo gastronómico.

Después fueron apareciendo, como en el dibujo de una arteria, las ramificaciones que cada región regalaba: el mole poblano y el jade pipián, el negro y su compañero el chichilo, también en su hermosa versión roja, los adobos, los que manchan el mantel y el picante chirmole hecho con ceniza para recordar que somos polvo y también lo comemos.

Salsa universal, el mole adquirió su personalidad en lo regional. Nuestra lección, hasta ahora, es la siguiente: la cuchara prueba la historia y la tradición y, si lo pensamos bien, arraiga su espíritu en la artes y oficios, fantásticos ingredientes que definen hoy a México. Conforme se desarrolló nuestra vida independiente, los estallidos de sabor se fueron aderezando con ideas… o ideas cocinadas con sabores, mientras había golosos que degustaban sin cesar los deliciosos pecados de la gula como el rompope, el chocolate y los churros.

No faltaron las influencias del Imperio y la llegada de los volovanes (panes de viento), siempre rellenos de mole como secuela de las Leyes de Reforma. En nuestra preparación es notoria la influencia francesa, de la cual el autor y gran cocinero Porfirio Díaz tiene en su recetario una salsa borracha excelsa que se elabora con pulque y coñac, pasilla mixe, piña y canela tatemada.

En este periodo de nuestra historia llegaron los grandes restaurantes y la importación de cocineros con su nombre en francés: chefs. Para nuestro dolor, las monjas replicaron y vendieron recetas en los conventos sin desplegar su virtuosismo culinario en el ámbito mundano, y las cocineras se dedicaron a la caridad.

Poco tiempo después la Revolución suscitó grandes hazañas gastronómicas, y el hilo conductor de nuestra cuchara comenzó a desdeñar lo ajeno. El sabor de México ejerció su influencia desde los jacales, los conventos, las casas, los multifamiliares, los edificios y hasta las casas blancas nacionales. La prioridad fue el ingrediente adorado por todos (la única democracia posible): la tortilla, es decir, la cuchara mexicana.

Esta semblanza, que he platicado como pequeña historia, podría servir como tema de una tesis doctoral sobre las identidades y el sabor como atributo cultural, pero el reloj continúa y debemos pensar a dónde se dirige esta cuchara.

Así, integremos la tercera variable, que son los reproductores de la cultura gastronómica, los cocineros, también conocidos como chefs, es decir, jefes de brigadas, generales de soldados de líneas de fuego, superiores de los cabos de “la fría” y comandantes de los tenientes de lo dulce y las harinas.

En este punto quiero expresar que los chefs somos defensores, muy narcisistas, de una profesión que ha recibido la debida valoración desde hace muy poco tiempo. Dato curioso, hoy está de moda y es la profesión más deseada. Para comprobarlo basta con ver la temporada 23 de Iron Chef, Hell’s Kitchen lleva 42, en comparación a las seis temporadas del Dr. House o la ya anunciada tercera de House of Cards.

Caso aparte es, dicho sin modestia, mi guion original “Sabores de cuento”, que pretendo vender y producir con marca registrada. Se parece a un Downtown Abbey nacional, pero dignificante. Así, en esta feria de vanidades (que puede ser inspiradora), ¿de qué sirve ser el dueño (amo y señor) y sobre todo autor creativo o artista y genio de la cuchara?

Nuestro trabajo, cocineras y cocineros, es la apremiante e incesante reproducción de una colección de platillos que conforman un menú. Para ello seleccionamos ingredientes, preparaciones, ideas estéticas, técnicas combinadas y sabores sobrepuestos. En los comedores se escucha: “Gracias chef, por crear una experiencia”. Tal es la exigencia de hoy.

Para fortalecer esta idea, recuerdo mi visita al El Bulli, de Ferran Adrià. No cabía en mí de emoción. Todavía creía que el puntaje de la gaseosa italiana sería más justo que el brillo de las estrellas Michelin, pero recordé lo que dice Massimo Botura, rockstar de la cocina: “Nunca le creas a un chef italiano, sobre todo si es delgado”.

Ya en el comedor, mi experiencia consistió en probar la tendencia llamada desde hace algunos años ‘molecular’ y comandada por los juegos de química de infancia y de manufactura nacional “Mi Alegría”, del que a mí sólo me compraron el pequeño.

El postre o humo se tragaba a bocanadas, a escoger entre sabor fresa o sabor sexo. Sobra decir que todo el restaurante pidió el segundo, esperando el orgasmo —por no decir éxtasis— de la cuenta. Hoy el Bulli está cerrado. Llegó a su punto más alto y Adrià, junto con una compañía telefónica, está alimentando a cucharadas todo el conocimiento gastronómico.

Así que después de este valor científico, universal, terminado, de malabares químicos, se gestó —y como los brotes están de moda en el imperio de lo efímero y del sabor— la fracción, es decir la regionalización de las puestas en escena.

¿Cuál es entonces el futuro de la cuchara? Me parece que la mejor opción son los restaurantes minúsculos de experiencias enormes, regionales, conscientes, verdes, precisos, con marca y firmados, que cada día deben alimentar más la sed de consumo de estas vivencias.

Apostemos por la integración de los ingredientes felices, que es la nueva teoría de Joel Robuchon, el cocinero del cielo. Estos reinos deben ser conscientes de su protagonismo, así como tener el apoyo y los productos indispensables. También deben otorgar un sitio muy alto a la aportación femenina en la cocina mexicana y al aporte de su sensualidad.

Basta con ver palmear las tortillas (la cuchara mexicana) a un hombre y una mujer, límites de la naturaleza, el erotismo de la molienda al roce de la piedra. Las mujeres al poderío de las cucharas, los hombres al fálico cuchillo (y si lo sabe Dios, que se enteran mis colegas). Como epicentro de las experiencias inmediatas, que yo integro como sociales, está la participación del cocinero o cocinera de escuela con cocineros empíricos y mis emperatrices predilectas, las cocineras tradicionales.

Y como dice Gastón Acurio, tomando la experiencia de la orquesta Simón Bolívar, en Venezuela: con integración social y dignidad laboral. Insisto en que debemos apoyar a los productores locales, enarbolar la bandera de los ingredientes que llamamos exóticos, pero que son populares, como la pipicha, los quelites tornasol o la jamaica rosa, sin olvidar la grana comestible. También ser escuela-taller de las artes y oficios. Recordemos que sin la cuchara no servimos y que sin su contenido no probamos. De modo que si el magma de México es el estallido del mole, dejemos que éste se impregne en todo.

Vivan, respiren y sientan el sabor de México. Un dato: ya no es “foodie” ni “trendy” ir a restaurantes genéricos como los “internacionales” o los denominados “italianos”, y más en nuestro país de origen. Los invito a que prueben la vida y las experiencias con la cuchara mexicana, de masa, democrática, soñadora, idealista, guerrera, apasionada, responsable, inclusiva de su naturaleza femenina. Y que esta generación de estudiantes le regale a México la mejor de las sazones: una mayor justicia. Así que espero sigan el consejo de esta cocinera y hagan de su vida la mejor receta.