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Vegano por un mes

Por Mayra Zepeda

¿Qué efectos tiene sobre una persona común y corriente someterse a una dieta vegana? ¿Los cambios son tan evidentes como afirman sus seguidores? Decidimos hacer la prueba y contar con un voluntario que hiciera el experimento. Durante un mes, asesorado por un nutriólogo, nuestro conejillo de Indias abandonó el consumo de cualquier producto de origen animal, con el único objetivo de observar y documentar qué le ocurría. Presentamos sus comentarios.

“Vamos a ver… Mides 1:64, pesas 80 kilos. Prácticamente, tienes un problema de obesidad: tu índice de masa corporal está en 29.4.[1] Tus análisis de sangre están bien, el nivel de colesterol y de triglicéridos está un poco alto. Nada alarmante. De todas formas, tenemos mucho que hacer”, me explicaba Alexis Lodigiani Viesca, médico cirujano y nutriólogo egresado de la Universidad Anáhuac, mientras me tomaba medidas, me pesaba, determinaba mi índice de masa corporal y hacia anotaciones en la historia clínica con la que inauguraba este experimento. “Tienes 47, pero tus condiciones físicas son las de una persona de 54 años”.

Soy bajito, me queda claro. Lo de la incipiente obesidad también es obvio… las rodillas me lo recordaban todos los días, desde hacía un par de meses en que mi aumento de peso se aceleró. Lo que menos me gustó de todos los comentarios fue lo relacionado con la edad. La diferencia no es significativa, pero enterarme de que vivo en un organismo más deteriorado que el que me corresponde por mi edad real, no era alentador.

Con esta consulta y los primeros exámenes iniciamos formalmente el reto planteado por Crónica Ambiental para esta edición dedicada al veganismo: seguir durante un mes una dieta que no incluyera ningún producto animal y publicar los resultados.

El médico y yo nos planteamos cómo íbamos a trabajar: durante las dos primeras semanas seguiría la dieta que consume normalmente un vegano; en este caso, sugerida por un asesor externo —Diego Romsail, colaborador en este número—. A lo largo de las dos últimas, iba a someterme a una dieta crudivegana que Lodigiani establecería, a fin de comparar ambos regímenes.

Yo había hablado ya con el asesor, quien se mostró mucho menos rígido de lo que hubiera imaginado, y no sentí que la dieta recomendada por él fuera particularmente difícil. Nunca he tenido problemas con alimentarme de verduras; la carne me gusta, pero un mes sin ella no me parecía una tortura. Podía comer vegetales, leguminosas; tomar vino, comer pan y tortillas.

Sin embargo, las complicaciones empezaron con las compras. Agradecí que Diego no me hubiera pedido que comprara sólo productos orgánicos —yo tenía la idea, a partir de lo leído, de que el veganismo, desde el cuestionamiento general que hace sobre nuestra forma de alimentarnos, sería también riguroso con el origen de los productos que se consumen—. Me gasté unos 1 500 pesos en la comida de la primera semana (para desayuno, comida y cena), lo que, haciendo un cálculo rápido, implicaba un gasto de 215 pesos al día. Seguir una dieta de este tipo no es en realidad barato: tomar una comida corrida en cualquier fonda, por ejemplo, cuesta menos (entre 50 y 80 pesos), e implica menor esfuerzo (cocinar, lavar trastos, etcétera).

La primera semana fue sencilla. No tuve mayores dificultades, y cuando me pesaba por las mañanas noté que bajaba de peso. Fuera de eso, no percibí ningún otro cambio de los que en algún momento supuse que podían presentarse: ni en el nivel de energía, ni en la calidad del sueño, ni en lozanía de la piel o la agudeza mental.

En realidad, el problema empezó durante la segunda visita de revisión, el lunes siguiente. Había bajado de peso, sí, pero no el volumen de grasa abdominal, sino de masa muscular. Algo estaba haciendo mal. “Vamos a cambiar el plan original”, me dijo tajante el médico. “La dieta de tu amigo, sin la asesoría adecuada, no está dando buenos resultados para tu salud. Para no desperdiciar una semana más, vamos a hacer tres semanas de la dieta crudivegana (ver recuadro)”. La sonrisa se me congeló, pero fingí entusiasmo y acepté la propuesta. Las indicaciones posteriores confirmaron mi desasosiego: la nueva dieta, mucho más rígida, se concentraba en ingerir todas aquellas verduras que originalmente pudiera comer crudas —aunque tuviera la oportunidad de cocinarlas, ya fuera en sopa, asadas o a la plancha—. Por ejemplo: colifor o brócoli, pero no leguminosas (frijoles o lentejas, o papas, o berenjenas, que necesariamente tienen que cocinarse). Fuera pan y tortillas. Salí mareado del consultorio. Caray, tan bien que íbamos…

Las siguientes semanas no fueron tan terribles como pensaba. Cada lunes resultó motivante observar el cambio de peso, de masa corporal y de edad biológica (que se medía con un instrumento del especialista): de 80, llegué, al final del proceso, a los 73.5 kilos. Bajé de 54 a 47 años, y reduje al menos un par de tallas. Mis pruebas finales demostraron que todos los elementos sanguíneos estaban dentro de los parámetros normales. Hubo comentarios entre familiares y compañeros de trabajo sobre la mejoría en mi aspecto físico. Nada mal, para un mes de dieta.

Sin embargo, terminó el experimento con más preguntas que respuestas. De entrada, los resultados satisfactorios tienen que ver con la asesoría médica; si hubiera seguido con una dieta más libre, como la de la primera semana, por ejemplo, quizá las cifras no hubieran sido tan contundentes.

Durante este tiempo, leí textos en relación con el veganismo y con la dieta humana en general. Entre la gran cantidad de información que encontré, hay un par de trabajos que me parecieron relevantes. El primero es el artículo “The Evolution of Diet” [La evolución de la dieta][2] de Ann Gibbons —escritora y corresponsal de Science— que se publicó en National Geographic. En este texto, la autora se acerca a varias teorías sobre las modificaciones en la dieta humana desde la prehistoria hasta la actualidad, y su influencia en la salud. A partir de una revisión de lo que comen algunos pueblos cazadores-recolectores que todavía existen, y después de analizar el trabajo de antropólogos y evolucionistas que han estudiado la alimentación, Gibbons nos recuerda algunos aspectos que solemos olvidar.

Somos muy conscientes de los problemas de obesidad provocados por un consumo excesivo de grasas y carbohidratos y por una rutina diaria con muy poca actividad física. Esta certeza ha llevado a investigadores como Loren Cordain, de la Colorado State University, a afirmar que deberíamos comer como los hombres del paleolítico: carne y pescado, pero nada de lácteos, leguminosas y cereales, alimentos que comenzamos a ingerir a partir del surgimiento de la agricultura. Como ella, otros autores consideran que nuestros organismos no han evolucionado para consumir muchas de las cosas que hoy comemos, y eso ha alterado nuestra salud.

Me parece que cualquier dieta rígida tiende a ser reduccionista. Con el veganismo pasa un poco lo mismo. Olvidamos, como nos recuerda Gibbons, que los seres humanos hemos aprendido a sobrevivir en ecosistemas muy diversos, adaptándonos al entorno y consumiendo lo que el medio nos ofrece. Eso nos ha hecho comer de todo, de manera que no podríamos hablar de una dieta adecuada.

Así, por ejemplo, los inuit (esquimales) tuvieron una dieta basada casi exclusivamente en proteína animal, mientras que otros pueblos incluyeron insectos, o más vegetales y tubérculos, o pescados y mariscos, o frutos y semillas. Asimismo, aunque distintos documentos avalen la idea de que el cerebro evolucionó gracias al consumo de carne, es poco probable que nuestros ancestros tuvieran la oportunidad de ingerirla en grandes cantidades —lo que no significa que su consumo no haya influido en la evolución, a lo largo de innumerables generaciones—.

Finalmente, algo que nos afecta a nivel mundial, más allá de si comemos animales o plantas, es la forma en que hemos procesado nuestros alimentos, y los conservadores, aditivos, colorantes y sustancias que les hemos agregado. No es novedad, es cierto, pero cuando nos enfocamos en un solo aspecto solemos olvidar el resto.

Por otro lado, el planeta tendrá que alimentar a 1 500 millones de personas más en 2030, 90% de las cuales vivirán en países en desarrollo. El mundo tendrá que aumentar su producción alimentaria en 60% o 70% para alimentar a la población existente en 2050. Esto implicará, si queremos sobrevivir, revisar qué comemos y cómo comemos.

Además de analizar los problemas de distribución y desperdicio de comida, habrá que reasignar los recursos que tengamos disponibles para producir de una forma que nos permita ser sustentables: ¿habrá que destinar más suelo a la agricultura y menos a la ganadería? Ambas actividades tienen efectos adversos para el entorno (independientemente de las creencias de carnívoros y veganos), y también ambas pueden realizarse sin explotar los ecosistemas que todavía nos quedan.

Otro texto que me pareció interesante tiene que ver con las investigaciones de un equipo de científicos italianos que se han dedicado a estudiar a las plantas. En el libro Sensibilidad e inteligencia en el mundo vegetal, de Stefano Mancuso y Alessandra Viola,[3] nos presentan una visión fascinante: para estos autores, las plantas poseen sentidos, se comunican entre ellas y con los animales, y tienen inteligencia (si consideramos como tal la capacidad de resolver problemas).

Así pues, hablamos de seres vivos que tienen un grado de complejidad igual de asombroso que los animales. “Las plantas pueden calcular con precisión sus circunstancias, utilizar sofisticados análisis de costes y beneficios, así como adoptar acciones para mitigar y controlar las agresiones ambientales. Son capaces de […] exhibir comportamientos territoriales y mostrarnos sus habilidades comunicativas”, afirman los neurobiólogos de Florencia.

¿Por qué entonces no tenerles las mismas consideraciones? Los científicos aventuran una posible respuesta: “[…] al estudiar las características de la inteligencia vegetal, resulta evidente la dificultad que tiene el ser humano para comprender los sistemas vivos que razonan de manera distinta a la suya. Se diría que sólo es capaz de apreciar inteligencia parecida a la humana”.

Nuestra lejanía con ellas disminuye nuestra empatía. Nos las comemos porque tenemos que comer a otros seres vivos para obtener los nutrientes que a su vez nos permiten vivir; pero ocurre lo mismo con los animales, cuya cercanía biológica nos permite identificarnos más con ellos. Así pues, la respuesta de “nos comemos las plantas porque está en nuestra naturaleza, y a los animales deberíamos respetarlos por la misma razón”, que es un argumento que esgrimen algunos veganos con los que hablé, no me resulta convincente, porque honestamente, no creo que “nuestra naturaleza” sea la de herbívoros. Con ello no quiero decir que tengamos que morir de inanición; al contrario, prefiero considerar que podemos comer todo aquello que nos nutra, pero reconociendo el valor de la vida en general, y evitando maltratarla.

Muchos de los sitios veganos que visité en la web hablan, sobre todo, en contra de la crueldad animal. No tengo nada que objetar al respecto: tienen razón. Los procesos industriales, en los que la vida de pollos, cerdos, reses y demás animales de granja carece de todo valor y son maltratados y torturados, deberían desaparecer, sustituidos por prácticas respetuosas y compasivas.

También es cierto que el consumo de carne puede disminuir, con efectos positivos en nuestra salud y en la del planeta.

Después de transcurrido el mes de la dieta, fui a una última consulta de revisión. “Muy buenos resultados”, me dijo el médico. Y es cierto, las cifras no mienten. Sin embargo, reconozco que más allá de las ventajas de tener un peso más cercano al ideal —que son muchas: no me sofoco al caminar o subir escaleras, respiro mejor por las noches, me desplazo más rápido—, no tengo una sensación particular de bienestar; tampoco mi estado de alerta es muy diferente, ni mi concentración o mi nivel de energía, o mi proceso digestivo en general: vamos, no siento que mi vida se haya transformado.

Una golondrina no hace verano. Los datos son los de una sola persona, y desde luego, no son concluyentes. El experimento fue interesante, pero para que tuviera alguna validez, tendrían que haberlo seguido más individuos, durante más tiempo, y con posibilidades de comparación con estudios formales.

No podría asegurar que los resultados habrían sido mejores con más tiempo de dieta crudivegana. De lo que sí tengo la certeza es de que no la habría seguido mucho más tiempo. Estuve a punto de renunciar. Me gusta la carne y considero que es parte esencial de una dieta sana. No dejaría de consumirla, y éticamente no siento cargar un gran peso por ello.

[1] Los límites normales se encuentran entre 18.5 y 24.99; de los 25 a los 29.99 se está en sobrepeso, y a partir de los 30, es obesidad.

[2] nationalgeographic.com/foodfeatures/evolution-of-diet/

[3] Stefano Mancuso, Alessandra Viola. Sensibilidad e inteligencia en el mundo vegetal.Galaxia Gutenberg, España, 2015. 144 pp.