Una mesa donde se comparte la comida es un escenario, una puesta en escena en la cual se hace posible la manifestación de cualquiera de las emociones humanas. He presenciado encuentros, desencuentros, enamoramientos, rupturas, celos, amoríos, canciones, llantos, risas, muestras solidarias, secretos, mentiras, verdades. Madres con hijas, hijas que comienzan a ser madres, parejas ancianas, un nuevo ejecutivo, su padre. Política y políticos.
Sobre y bajo de una mesa, como en un escenario, pueden suceder absolutamente cualquier cosa.
La comida congrega, alegra, une. Casi todos hemos sido testigos de lo que sucede en las comidas familiares, donde todo gira en torno a un horno y el punto exacto en que todo queda listo para que pasemos a la mesa. La mesa es un festín. Una celebración, una prolongación de generaciones que se vinculan a través de las recetas de siempre.
La comida nos provoca pertenencia, nostalgia, añoranza de lo que han sido los abuelos y antes que ellos, los abuelos de nuestros padres. Basta recordar que Proust escribió los siete tomos de su emblemática novela En busca del tiempo perdido a partir de una simple magdalena remojada en té.
La evocación de la infancia y la reconstrucción de una vida entera a través de los primeros sabores, de los aromas que acompañaban nuestras tardes mientras sabíamos que alguien estaría frente al fuego para preparar la cena.
La cocina es el corazón de la casa (…) es importante mantener el fuego encendido
La cocina es el corazón de la casa, y como con todos los corazones, es importante mantener el fuego encendido, la temperatura adecuada y llenarlo de cuántos colores y paisajes nos sean posibles.
Comer, como la literatura, es una manera de viajar sin salir de casa. Recorrer a través de los alimentos la historia y geografía de un país. Entender su desarrollo, sus tradiciones, los temperamentos que se deducen a través de las especias.
Disfrutar comer no es cosa menor; enriquece nuestra vida y nuestras relaciones. Nada como preparar una buena comida para los que nos aman y amamos. Nada como irse a hurtadillas con algún cómplice culinario para descubrir un nuevo restaurante y llenar la tarde con sabores, vino e interminables conversaciones.
Y hablando de platillos que conmueven… ¡Nigiri de Jabugo, por favor! Perdido en una calle de Palma de Mallorca encontré un restaurante que se dice ser el mejor japonés de España. Aparentemente el chef, alguna vez reconocido como gran maestro en Tokio, tuvo que refugiarse en las costas del Mediterráneo por un asunto de faldas y ahí creo el Hanaita.
Fue evidente inmediatamente el talento del maestro japonés para, utilizando pescado fresco del día y propio de aguas mediterráneas, lograr uno de los sashimis y niguiris mas deliciosos que había probado. Sin embargo, la mayor sorpresa me la llevé cuando a la mesa llegaron nigiris de Jabugo. “Flipé”, como dicen por ahí. Debo confesar mi escepticismo cuando vi el Jabugo montado sobre el arroz blanco y abrazado por un alga.
Debo confesar mi escepticismo cuando vi el Jabugo montado sobre el arroz blanco y abrazado por un alga
Lo que sucedió, como sucede con todo lo que vale la pena en la vida, el nigiri de Jabugo rompió con toda mi vanidad y escepticismo en cuanto probé el primer bocado.
¿Cómo había hecho el gran maestro japonés para lograr fusionar dos culturas tan diversas en un solo platillo? Tan perfectamente construido, delicado y sofisticado.
Espero volver a las orillas mediterráneas de Palma de Mallorca y asomarme a los misteriosos talentos que puede tener un japonés que, huyendo de su isla, es capaz de reinventar un platillo tan tradicional como el niguiri, tomando lo mejor de su nuevo hogar, su nueva isla.
Por Mariana Salinas Pasalagua (@marianasalinasp)
Poeta, escritora y psicóloga, construye sus días entre libros y las personas que ama. Está estudiando un doctorado y casi nunca rechaza una buena invitación para comer o cenar, uno de sus placeres favoritos.