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En el camino a Cadereyta...

Por Animal Gourmet

Cuando lo conocí pensé que que es un hombre que no corresponde a su tiempo. Pero esa ocasión, y muchas conversaciones después sobre cocina, trilogías y el amor por hacer las cosas, porque es un hombre enamorado de muchas cosas, muy claro me instruyó. “Paso por ti a las 11, te voy a llevar al paraíso”. ¿Qué persona con sentido común dice que no a esa propuesta?. Monterrey, Nuevo León, no mucho tiempo atrás.

Hacía calor y el sol norestense recibía con cariño. Fueron indicaciones muy claras a nuestro conductor: “le ruego nos vayamos por el camino viejo porque vamos a hacer muchas paradas”, un camino que, luego aprendí, estuvo mucho tiempo desierto por ser un paso natural para los miembros del crimen organizado entre Tamaulipas y Nuevo León.

¿Dónde vamos a parar? -preguntaba curioso el conductor-. Yo le voy avisando, hay mucho que ver -dijo Lalo Plascencia-, quien a mis ojos parece siempre conocer bien la tierra que pisa.

Salir de entre esos cerros que abrazan Monterrey parecía más sencillo, y entre camiones y tráilers llegamos a la ocupada carretera que conecta a Monterrey con Reynosa, y aunque también hay una supercarretera, la oportunidad que da un camino viejo, atropellado, con topes y que atraviesa varias comunidades, es única.

Tan pronto comenzó la conversación, y los cientos de datos que Lalo con su innegable bagaje en temas de investigación gastronómica, me di cuenta que estaba muy lejos de donde vivo, en un mundo nuevo y con una historia de cocina muy particular, muy de hombres.

La omnipresente industria metalúrgica de la zona nos obligó a hablar de comales y ollas de hierro fundido. Teníamos el tiempo justo y supe que tenía que escoger entre buscar sartenes negros y pesados para una tarte tatin o comprarme unos zapatos, sin tacón, a pie de carretera. Opté por la segunda, porque parece kármico pero suelo equivocarme de zapatos en excursiones culinarias.

Con chanclas nuevas, un poco más adelante llegamos a nuestra segunda parada, los tamales Los Salinas, en el poblado de Juárez. Los tamales regios y norteños son distintos a los que se comen en el centro y sur del país: mucho más pequeños y de forma cilíndrica. Uno de carne y uno de frijoles cada uno.

El sitio llama la atención pues conjugan en él la tradición culinaria norestense de cuajitos, tamales y glorias con la facilidad al comensal automovilista con el “autotamal”, que sólo es posible en la cultura fronteriza.

Los frijoles con veneno, tan populares en la cocina norestense del país. // Foto: FoodSpotting.

Los frijoles con veneno, tan populares en la cocina norestense del país. // Foto: FoodSpotting.

Administrando el hambre previendo e imaginando el paraíso que Lalo me había prometido, nos acercábamos a nuestro destino final al tiempo que escuchábamos la historia de nuestro conductor respecto del origen de la “locura” de algunos de los pobladores de Cadereyta.

Según el conductor, cuenta la leyenda que al transportar un convoy de enfermos mentales a un manicomio cercano, un accidente del camión en el que viajaban hizo que escaparan y eventualmente fueron formando sus familias y poblando lo que después se convirtió en una ciudad de técnicos e ingenieros que alberga a una de las refinerías más importantes del país.

Por fin llegamos. Y ahí, en el medio del pueblo, encontramos La Enramada, el paraíso prometido. Apenas entramos al restaurante se notó, como lo he visto en otras ciudades, el cariño que los buenos amigos le tienen a mi compañero. Chuy Leal, su esposa e hijas, mujeres guapísimas todas, salieron a recibirlo e inmediatamente nos sentaron en una mesa central del salón principal. Es un lugar que llama la atención; manteles largos, ambiente rústico, casi como de cabaña de bosque, familias enteras, camionetas caras y una barra de madera que invita a acomodarse por horas.

La Enramada es un gran asador y, como hacen en el norte y como en el camino me fue narrando Lalo, prenden las brasas en un horno para después moverlas incandescentes y blancas a los enormes asadores. No llevábamos ni cinco minutos cuando una Bocanegra estaba ya siendo servida en mi vaso, y llegaron las gorditas. De harina muy blanca y de manteca de res, una influencia veracruzana de los habitantes cercanos a la refinería, me cuenta Lalo.

Llega también a la mesa la primera de dos órdenes que acabamos pidiendo de frijoles con veneno. Al frijol se le avienta el asado de puerco hirviendo, explica Lalo con paciencia e interés a la que suscribe que disfrutaba enormemente de esos sabores lejanos, intensos, pesados y gloriosos.

“Huelen a comino, ¿lo notas? Es la influencia judía de las especias en los frijoles”, continúa. Supo cuándo era momento y Chuy nos mandó el corte de su elección, la carne de la mejor calidad, toda en sartenes y planchas de hierro fundido y colado de Gamboa.

“Yo soy un hombre de cocción lenta”, me contaba Chuy mientras nos paseaba orgulloso por sus cocinas y asadores donde hace 30 años comenzó vendiendo tacos y hoy es una institución del asado en el estado.

Había llegado la hora de probar los famosos “cuajitos” y también de confesar que no tenía la menor idea de lo que me estaban hablando.

“Tú sabes qué es un cuajito cuando no te dan agruras”, comenzó por explicarme amabilísimo Chuy. Se cuecen en agua dentro del calor y muy lento, es carne dura de pecho de res y es comida de trasnochadores -me platica nuestro anfitrión a la sombra de una enorme palmera-.

Íbamos y regresábamos a la mesa, más frijoles, más gorditas, más carne, más salsa y más cervezas. Llegaban familias enteras, grupos de hombres altos, grandes y con cinturones caros. Chuy saludaba a todos, daba seguimiento a las comandas, afectuoso conversaba con Lalo e intercambiaban literatura, y amable respondía a mis preguntas.

Lalo no me quedó mal, es un lugar fuera de serie en todo el sentido de la frase pues no creo que haya muchos así. Es comida de locales, con extraordinarios ingredientes, es cocina de tradición e, insisto, muy masculina. Pero al mismo tiempo es una cocina cargada de cariño, aprendida de las abuelas, cocinada por hombres devotos de mujeres y en un paraje de realismo mágico, no en Macondo, sino en Cadereyta, Nuevo León, no mucho tiempo atrás.