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Salero y quejío, los sabores matadores

Por Animal Gourmet

Hace unos años, su servidor tuvo la oportunidad de salir de los fogones del restaurante para vivir una historia intensa y diferente al trabajo de atender comensales y diseñar platillos.

[contextly_sidebar id=”5eb8d17255b620eaec783e25a34f9252″]Los ingredientes de esta experiencia eran los toros y el flamenco, dos artes de los que me considero aficionado y que pensé que podían mezclar muy bien. Así que me puse a cocinar un espectáculo al que llamé Flamenco Matador. Y para cocerlo utilicé un hoyo de barbacoa gigantesco llamado la Plaza México. El talento lo aportaron Dieguito “El Cigala”, faraón del cante jondo, y los matadores Eulalio López Zotoluco, Miguel Espinosa Armillita y Fermín Espinosa. La receta parecía sencilla: bastaba que El Cigala abriera el espectáculo cantando algunos de sus memorables éxitos, en donde combina el flamenquito con un poco de son caribeño con canciones de hoy, mañana y siempre. Después añadiríamos un poco de pasión y carne de toro, con los matadores en traje corto y toreando astados con trapío y fuerza. La magia del toreo sería por bulerías.

El platillo quedó delicioso: buena música, faenas de ensueño, toques mágicos (la estocada del Zotoluco fue perfecta, pero el animal se resistió a morir, hasta que estuvo a los pies del escenario del Cigala), y un sol esplendoroso en el coso de Insurgentes.

Pero vivir eso fue como tirarme al fuego, las quemadas fueron peor que de caramelo hirviendo, los pasteleros me entenderán. Tuvimos una pequeña gira que incluyó la Arena Monterrey, la plaza de toros de Juriquilla en Querétaro y la Monumental de Aguascalientes. Hubo de todo: estafas, apuestas perdidas, borracheras gitanas, psicotrópicos aromáticos, prostíbulos de mala muerte, riñas por celos y envidias, en fin, todo lo que uno pueda imaginarse y más. Pude sentir lo que muchos toreros cuando los coge el toro: revolcadas, el riesgo de muerte y las ropas hechas girones.

Extenuado, regresé a mi cocina con un sentido de derrota y aflicción. Pasé muchos meses comiendo verduritas y escuchando música melosa de José José, para olvidar el estruendo de las palmas, el cajón y el cante lamentoso de los gitanos.

Quiso el destino que poco tiempo después el restaurante El Jolgorio recibiera el trofeo de oro que otorgaba una asociación gastronómica internacional. La distinción había que recibirla dentro de la Feria Internacional de Turismo que se celebra todos los años en Madrid, España.

Así que viajé para verme cara a cara con esa cultura española que nace de la pasión, de la violencia, del arte sublime, de la fiesta popular, del filo entre la vida y la muerte. Después de pasar unos días en Madrid en un ambiente netamente gastronómico con comidas en buenos restaurantes de colegas a los que fuimos invitados mi sous chef y yo, tomé el rumbo del sur, hasta Andalucía. La temporada no era la mejor, pues era invierno. Aun así pude comprobar que el clima andaluz es mejor que en cualquier gélido lugar de Europa, y que los ingleses y los daneses, entre muchos otros, hacen de las costas andaluzas su refugio contra el frío.

“El que con leche se quema, hasta al jocoque le sopla” reza el dicho. Así que recorrí Sevilla con reservas. La Maestranza cerrada y vista por fuera, algunas palmaditas en casa de Anselma en el barrio de Triana y unos magníficos churros con chocolate en el café frente a la entrada de los Reales Alcázares.

El jamón de jabugo es uno de los fuertes sabores de la violenta cultura española. // Foto: Especial.

El jamón de jabugo es uno de los fuertes sabores de la violenta cultura española. // Foto: Especial.

De ahí a Ronda, sede del gran museo taurino en la plaza más bella del mundo. Quería descifrar aquello que me atrajo fatalmente al fuego matador.

Pero fue hasta que llegué a Jerez de los caballeros en que todo se aclaró. El pueblo vivió sus mejores días en el siglo XIX cuando se instalaron las bodegas de Xerez, que los ingleses llamaron Sherry. Están las emblemáticas de González Byass y Tio Pepe. Beber ese vino generoso en medio de los toneles de solera me fue descubriendo el arcano de los atributos del sol que baña Andalucía. Siguiendo el instinto salí de la bodega y caminé hasta llegar a la plaza principal, engalanada de naranjos llenos de fruta colorida.

Era la tarde y la mayoría de los jerezanos comía en casa, como todos los domingos. La opción más apetecible era un restorán con pinta de café con una barra en la que estaba apostada una pata de jamón de Jabugo. Eso era garantía de comer decente. El lugar estaba vacío, así que el camarero pudo dedicarnos toda su atención. La ración de jamón fue generosa, y la acompañé de un oloroso inigualable. También hubo  tapeo sabroso y una paella de mariscos de no malos bigotes.

Pero fue la sobremesa la verdadera epifanía. Pues a las cinco de la tarde (Eran las cinco de la tarde, escribió Lorca), el cafetín se llenó de gente. Pedían pasteles, chocolate, café… Se gritaban unos a otros, reían, cantaban, se maldecían (hubo un hombre mayor que llegó del brazo de una hermosa mujer más joven y recibió serias mentadas). Pasaron las horas y llegó el momento de la cena, así que salían platos calientes de la cocina al por mayor.

¿Qué era todo eso? ¿Cómo convergían en un solo punto el sol de Andalucía, la pasión por los toros, el jamón de Jabugo, los churros con chocolate, los vinos de rioja y de Jerez? Y la respuesta vino desde el estómago: todo eso es el Sabor Matador. Uno que amalgama la historia de España desde las bacanales romanas, los paraísos moros llenos de mujeres voluptuosas y especias, reyes cristianos y conquistadores ambiciosos.

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