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El recetario de la abuela prehispánica

Por Animal Gourmet

Cada mañana a las cinco en punto, Rubí Marquina y su esposo Arturo Rico se despiertan para ir a conseguir el producto con el que cocinarán las viandas que venden en el tianguis (mercado) del centro de Tepoztlán, un municipio oficialmente «mágico» del estado mexicano de Morelos.

Reconoce la cocinera que ellos, «quizás», son los que menos gastan en el acopio de alimentos de entre las decenas de puestos diminutos que, como el suyo, ofertan un bocado a los cientos de compradores de la plaza. Su tiendita, sin embargo, es la más frecuentada. «Ya nadie cocina tlatlequeadas, platos prehispánicos que nuestras abuelas comían y que solo necesitan productos que se encuentran aquí, en la región, en la naturaleza, para que los agarremos gratis», revela Marquina el ingrediente del éxito. «Yo me aprendí el recetario de mi abuela, que no sabía escribir y lo tenía memorizado en náhuatl, y eso es lo que ahora me está asegurando una buena alimentación y un futuro para mi familia».

Marquina se emociona recordando cuando a ella y a sus seis hermanos les llevaban a recoger «plantas, frutas e insectos del campo». «Nos divertíamos, éramos felices, no gastábamos dinero en alimentos y nos sentíamos unidos consiguiendo y preparando nuestra comida por nuestros propios medios. Eso hemos querido recuperar ahora con este negocio. Porque estamos orgullosos de los que comemos y orgullosos de tener estos conocimientos. Y porque sentimos que se ha perdido la esencia del verdadero valor de la vida: disfrutarla. Buscar la esencia de lo que significa vivirla».

El puestecito en el que se tradujo su pasión culinaria se llama El Tlecuil, «como se decía en lengua náhuatl a las cocinas de antes». En una de ellas, cerca de los cerros picudos que rodean el valle, Marquina y Rico elaboran su menú alternativo a los omnipresentes tacos de carne mexicanos. A la pregunta de cómo se hacen estos platos prosiguen unas explicaciones cuyos ingredientes y métodos no se encuentran en ninguna tienda de abastos ni en ninguna cocina popular al uso.

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«Tenemos tlalqueada de camote asado con pera de tlatcotenco, coco y amaranto. A ese hay que ponerle un mole hecho de hierbas de xitomamolli», no le importa a la tendera revelar algunos ejemplos de sus más de 40 platillos únicos. «También hay de quelites con pinole blanco, cebollita morada, semilla de chía y amaranto; o el de chapulines con jicama y pinoles. ¿Dónde encuentras ahora tacos de flores? Pues existen y antes se comían mucho. Son como estos. Nosotros preparamos uno a base de flores rojas: pétalos de rosa de castilla y xochipal (frijol); y también está el de plátano con amaranto, ajonjolí, pasas y arándanos… hay muchos».

Toda la elaboración comienza en un par de placas de piedra llamadas metate. Allí se muelen todos los alimentos que estos emprendedores del pasado ofertan en su tienda del mercado. El que posee este matrimonio en casa tiene «cerca de 500 años» y fue pasando «de generación en generación» hasta que llegó a su Tlecuil. «Quizás sea ese metate el que nos ha animado a empezar con esto», se inspira la guisandera.

«Mi abuela, la nana Lola, murió hace poquito, a los 100 años de edad. Ella había aprendido las recetas de su abuela, la nana Pancha», habla del background del negocio. «Tanto ellas como mi otra abuela, Lupita, tenían un conocimiento muy grande no solo de estos platos, sino de las propiedades que tenían cada uno de los alimentos que recogíamos. Nos mandaban comer alacrán si teníamos fiebre, o nos daban orégano y jitomate si teníamos que subir la temperatura y menta y hierbabuena si había que bajarla. También hacían pomadas de insectos. Yo un día me quemé entera cocinando y mi abuela me untó con nejayote, el jugo con el que se baña el nixtamal, y no solo me curé sino que no me quedó ninguna cicatriz. Ahora es muy fácil saber de todo porque existe internet. Pero no nos damos cuenta de que nuestras abuelas, sin internet de por medio, ya tenían todo ese conocimiento y lo estamos perdiendo».

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La elaboración de todos sus productos, para empezar, sustituye el aceite y la sal por un líquido llamado tequesquique procedente de unas piedras de río. «Y ahora vienen los expertos a decir que resulta que ese aceite es mejor que el que utilizamos normalmente porque contiene muchos más oleicos», presume Marquina de sano recetario.

Ella le prometió a la nana Lola en su lecho de muerte que no «iba a dejar que su conocimiento y su tradición se perdiera». «Ahora estoy orgullosa y emocionada porque la gente, y hasta algunas televisiones y periodistas extranjeros, se están interesando por esa comida que ella hacía. La que hacían todas las abuelas y ahora nuestros jóvenes ni tan siquiera conocen».

Flores de tzompantle, alaches, quelites componen el mostrador de El Tlecuil junto a exóticas y desconocidas aguas de horchata de amaranto y avena; cacao con amaranto, zapote negro (frutas criollas), o quillis, sopas con nombres de pila tan autóctonos como tepetl (de piedras calientes) o de ayotl (elaborada con ramas tiernas y quelites). Los ingredientes con los que guisan los propietarios de este lugar tepozteco son tan impronunciables como baratos. «Son gratis, del campo, son un regalo que nos pone la naturaleza allí», dice Marquina. Ella y su marido, que arrancaron con este negocio porque no tenían trabajo, tuvieron que invertir tan solo 200 pesos (12 euros) para poder abrir por primera vez su escaparate.

«La cuestión es: si tenemos en nuestra región plantas, flores, insectos y muchos productos que no valen dinero, porque son de todos, y están libres de toxinas, pesticidas y todas esas cosas que echan a los productos de ahora, ¿por qué seguimos comprando nuestra comida procedente de fábricas gringas? Se me hace tan tonto… Algunos de los otros vendedores se gastan mucha plata en comprar alimentos de otros sitios, y eso que ni siquiera son saludables. Me parece lo más triste que hay. Me da lástima por los que no quieren usar lo que tenemos. Aunque algunos, a eso, lo llaman progreso».

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