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Alrededor de 40 personas comen cada día pizza que ha sido pagada por algún vecino

Por Animal Gourmet

Están los tiempos como para tener cuidado. Por eso, nunca es accesorio echar la mirada a las pequeñas historias que transforman el mundo cercano, el que pisamos la mayoría, de abajo a arriba. Ya sabéis, la cursilería de la piedrecita arrojada al centro del lago y de la expansión de las ondas que provoca su caída.

Mason Wartman tiene una pizzería llamada Rosa’s Pizza en Philadelphia. Nada nuevo ahí. También tiene un gran mosaico de buenas y nuevas sensaciones formados por centenares de notitas adhesivas. Esas paredes son el centro de esta modesta historia.

Como cuenta Oddity Central, Mason Wartman dejó su trabajo en Wall Street para vender pizza. De la huida del ruido a lo sencillo de la vida hablamos otro día. Hoy toca contar que Wartman tenía la costumbre de ofrecer porciones de pizza a los sin techo del barrio y cómo, un buen día, uno de sus clientes tuvo la ocurrencia de pagar una porción por adelantado para el siguiente indigente que llegara. Sí, exactamente como la iniciativa de cafés pendientes que nació en Nápoles hace pocos años pero con más hidratos de carbono.

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El fundador de Ross’s Pizza comenzó a pegar un post-it en la pared para llevar la cuenta de las porciones que sus clientes dejaban pagadas. Así fue cómo el mosaico de colores comenzó a crecer. Se corrió la voz por el barrio y el número de notitas aumentaba cada día. Tanto, que Wartman comenzó a anotar las invitaciones en la caja registradora para poder dejar espacio para otras notas: las de los comensales invitados, que agradecían a sus caritativos donantes.

El pizzero lo explica de manera muy simple. «Son, sencillamente, buena gente. A veces, los sin techo dejan pagadas porciones para otros sin techo». También dice que muchas personas le preguntan «¿qué puedo hacer para ayudar?». Él contesta que esa «es una manera súper eficiente y súper transparente de ayudar a los homeless».

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Y así, con ese sencillo gesto, Rosa’s Pizza se ha convertido en un agente de cambio social capaz de sacar algo bueno de cada cliente, de conectar a los excluidos con los que no lo pasan tan mal y, por supuesto, de cubrir alguna necesidad básica que evita, según cuentan algunos de esos indigentes, la tentación de lo ilegal para procurarse alimento.

La moraleja es fácil de deducir. Colorín, colorado, este cuento se ha terminado. Dulces sueños.