Pensaría que la adicción a la comida es, entre otras cosas, una constante entre los cocineros del mundo entero. Y así fue conmigo. Esta obsesión por la comida me ha llevado a tener jornadas maratónicas en viajes “de investigación” en los que la norma es tener dos comidas y tres cenas en un día para así sacarle el mayor provecho a ese “trabajo”.
Porque comer para mí es algo difícil de describir en pocas palabras. Es una necesidad, una razón para vivir: es mi trabajo, mi mayor pasión, una gran causa de felicidad y, a la vez, de estrés. En este sentido encuentro precisa y acertada una descripción de algo que sucede, de algo que me sucede: el cuerpo es “tocado” por dentro al comer.
Para mí ha sido una fortuna encontrarme en la vida algo que me mueva y apasione tanto.
Le llamamos gula. En el siglo XIII se decidió que sería uno de los pecados capitales, borrando de jalón la necesidad que surge de un instinto de supervivencia, del cuerpo en busca del sustento que podría hacerle la diferencia entre vivir y morir. La gula es considerada un vicio, como la droga; la gula causa placer desmedido, como el sexo; la gula causa culpabilidad, como sucede, en algunas religiones, con muchas de las cosas placenteras de la vida.
Un antojadizo que evoluciona
Es cierto que hubo también una época en la que olvidé la maravillosa sensación del hambre porque estaba ahí la gula. Por entonces, probé distintas maneras de comer de forma saludable, necesitaba contrarrestar las ansias de comer.
Recuerdo, en los ochenta y los noventa del siglo pasado, las modas nutricionales y pasajeras que proponían cosas contradictorias. Podías hacer una dieta alta en carbohidratos unos años para toparte después con que los especialistas recomendaban lo opuesto. Haber vivido esto crea entendimiento para manejar estas ganas desmedidas por comer.
He cambiado mi forma de llevarme con la comida. No es que coma poco, simplemente como menos y lo atribuyo a varios factores: la edad, la digestión, la madurez, la conciencia, el miedo a morir antes de tiempo.
Debo entonces comparar la relación con la comida (mi relación con la comida) con esa relación amorosa que tienes cuando eres menor de 25 años y que es alocada y, a veces, irresponsable. Ahí existe esa pasión, esa entrega que está viva sin que te preocupes de los riesgos o las consecuencias.
El día de hoy mi vínculo es uno mucho más maduro, de disfrute, de convivencia, de conveniencia… aunque las ganas de alocarse nunca se van. Estoy más al pendiente del hambre, atento a diferenciar entre hambre, gula y antojo: este antojo constante con el que convivo desde que recuerdo.